Nos gustaba el barrio porque, además de antiguo, tenía un aire gastado, igual que esas cosas que se quieren en exceso porque se han usado demasiado. Cobijaba los recuerdos de quienes nos precedieron, el padre de mi padre, la madre de su madre, los pasos inciertos de los progenitores compartidos, idos ya para siempre, lo mismo que cualquier día también nos marcharíamos nosotros. Ella y yo nos acostumbramos a vivir allí, aunque sin participar en los rituales indígenas. Ya saben: sacar a los santos a redoble de tambor y corneta, beber cerveza como si no hubiera mañana, orinar en los portales ajenos, dar gritos sin razón y presumir de un ingenio tan ridículo como ficticio. Obviando estas prácticas sociales, parecía ser una ciudad agradable para retirarse, aunque no hubiera un árbol sano en sus calles, quemadas por un sol prehistórico. Al principio no nos pareció un lugar muy caro. En aquel entonces, además, todavía era un sitio periférico. Quedaba a trasmano de todo, aunque sus habitantes creyeran pisar el centro del orbe y, con una insistencia patética, la comparasen con Roma.
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