La primera vez sólo pude llegar hasta el vestíbulo. Era pequeño. Diminuto, si se tiene en cuenta el tamaño de la infame leyenda. Suele ocurrir: la literatura convierte en mayestáticas las cosas más sencillas. El Chelsea, en la 23, entre Octava y Séptima, tenía tras sí toda la literatura (más negra que blanca) del pasado siglo XX. Una joya decadente y sucia en mitad del inmenso Manhattan. Como un faro que recuerda a Nueva York que una vez fue algo más que una urbe de millonarios y turistas; que existió hace no tanto tiempo una ciudad gris, decrépita, llena de yonkis, en la que andar por la calle era toda una aventura. De aquel basurero (donde los detritus humanos salían a dar una vuelta de vez en cuando; sobre todo a la caída de la tarde) se pasó, gracias al alcalde Giuliani, a la capital higiénica que muestra su eterna postal al mundo. Las torres cayeron después.
Archivo de junio 2017
El principio de la gravedad
Es una ley física. Todo lo que sube, baja. La cima puede tornarse sima. Y no está escrito que los últimos de la fila, como dice la Biblia, no puedan llegar a ser los primeros. Una de las consecuencias más irónicas de la cornada de la Reina (de la Marisma) en las primarias socialistas es la derivada de la aplicación estricta del principio de gravedad, que sostiene que sobre la superficie de la Tierra rige una fuerza natural que hace que los objetos con masa corporal caigan de forma acelerada y constante. Se trata de un fenómeno universal: uno sólo puede librarse de su influencia convirtiéndose en astronauta. Como no tenemos noticias de que Su Peronísima se encuentre todavía en el mítico sendero cósmico -Ella proviene de la Triana más terrenal- mucho nos tememos que en su caso tampoco habrá excepciones.
Las Crónicas Indígenas del sábado en El Mundo.
Escolano, ‘il dottore’
La universidad pública practica la costumbre, no sabemos si con intención irónica o solemne, de dedicar a sus académicos más notables una monografía consagrada a su obra. Se trata, por lo general, de volúmenes dedicados al arte del encomio que se envían a la imprenta, ese mecanismo prodigioso, cuando el tiempo (de la jubilación) alcanza al correspondiente. Cuando uno se topa con estos libros ad maiorem gloriam lo que casi siempre encuentra es una colección de elogios escritos por los discípulos del homenajeado, al que le agradecen -en letras de molde- la guía, las porfías, los favores (haberlos, haylos) y toda la sabiduría transmitida, como una antorcha, desde el primus inter pares hacia sus herederos intelectuales.
La Noria del miércoles en elmundo.es
Postpolítica
La política es un juego de vasos comunicantes. Unos están más llenos que otros, pero nada impide que esta proporción se altere. De hecho, ya está ocurriendo entre los partidos tradicionales y los movimientos políticos posmodernos, cuya relación tiene algo de siamesa: unos necesitan de los otros. Ambos conviven dentro de las sociedades contemporáneas. La diferencia sólo depende de cuál de estas estructuras de poder prevalezca sobre la contraria y de cómo intente conservarlo. La historia nos enseña que casi todas las innovaciones políticas no son nuevas. Simplemente son novedosas: parecen recién nacidas, sin serlo realmente, en función del contexto político en el que suceden. Todo está inventado.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
Los apuntes dispersos de Dostoievski
En la Milonga del Trovador, el hermoso tango que escribieron Horacio Ferrer y Astor Piazzola, y que solía cantar con su característica voz de arena el polaco Goyeneche, hay un verso que asegura que la voz de Dios afina en cualquier lugar. Una variante del célebre refrán castellano: “Dios aprieta pero no ahoga”. A Fiodor Mijailovich Dostoievski [Moscú 1821-San Petersburgo 1881], desde luego, Dios, en el que al final de sus días terminó creyendo casi con la fe de un viejo carbonero ruso, le apretó bastante el cuello (cuatro años de cautiverio en Siberia tras serle conmutada la pena de muerte a la que fue condenado por conspirar contra el zar junto al círculo de los decembristas) pero le permitió, milagrosamente, retornar por un tiempo a la civilización (San Petersburgo), después de un sinfín de noches y días gélidos y tristes, para dedicarse, en la soledad de sus sucesivas y múltiples casas esquineras (todas ellas de alquiler, situadas en los barrios periféricos de la ciudad del sol de medianoche) a escribir con devoción diabólica algunas de las mejores novelas de la literatura universal.