Píndaro, el poeta griego, aconsejaba a un interlocutor desconocido en un hermoso poema:
“Sólo hay dos cosas que, en verdad, sustentan/ las más dulces esencias de la vida:/ gozar de una fortuna floreciente/ y escuchar los clarines de la fama”.
Si damos estos versos por ciertos, está claro que lo de Sevilla es una extraña anomalía. La fama nos sobra –o eso creemos– pero la fortuna no nos acompaña ni en el ámbito económico ni en el político. Tampoco en lo social. Llueve y el Gobierno es más maldito que nunca, como dicen en Italia. Esta semana, mientras la Junta se desdecía de sus promesas sobre las Atarazanas y entregaba la escasa dignidad que le queda a la autonomía a cambio de una línea de crédito con la Caixa cuya contraprestación consiste en renunciar a una inversión millonaria y desistir de un pleito ganado de antemano, dos cuestiones de índole patrimonial han pasado como asuntos secundarios por la agenda política: la petición del Metropolitan para exponer algunas piezas del tesoro fenicio del Carambolo y la solicitud del Hermitage ruso y el Correr de Venecia para tener en préstamo una de las vistas generales de Sevilla que el Ayuntamiento cobija en su sede de San Francisco.