Sevilla es una ciudad frentista. Antagónica. Dual. Llámenlo como quieran. El caso es que nos pasamos el tiempo, y eso que nuestras horas están contadas, discutiendo sobre a quién pertenece la ciudad, el centro, la Giralda y las energías. Nuestra concepción de la vida es patrimonialista, excluyente e imposible. Estos días de primavera vuelve a representarse el ritual de esta habitual lucha indígena –tan sevillana– que consiste en tirarse los trastos a la cabeza. Sucede con motivo de la decisión del Puerto de tramitar el polémico dragado del Guadalquivir este mismo mes.
El escrache: una aproximación
La palabra de moda en España es escrache. Un término de origen argentino con el que la Plataforma de Afectados por la Hipoteca ha bautizado las singulares acciones directas con las que pretenden presionar a los políticos para que reformen la ley hipotecaria española, cuyo marco conceptual procede del siglo pasado y tiene la indudable virtud de destruir la vida de los deudores –incluso la de aquellos que tenían fe en el sistema– a cambio de salvar las cuentas de resultados de los bancos y los bonus de sus ejecutivos que, como sabemos, forman parte de una élite de contrastados beneficios sociales y cívicos. Un derroche de virtudes.
La parte que no es el todo
La metonimia es una figura retórica que consiste en dislocar los significados previsibles. Entre otras variantes, suele designar una cosa identificándola con una sola de sus partes. Sobre ella se sustenta una de las joyas de la literatura: la metáfora, que no es más que una metonimia excesiva; una disidencia en relación a la norma lingüística que sólo en el caso de los buenos poetas enriquece la mirada sobre las cosas. Toda metáfora descubre una realidad oculta. También revela la personalidad de quien la construye. Al menos, eso nos explican los estructuralistas (Jakobson), que definía su modus operandi con un hermoso término: magia por contacto.
El negocio de la desgracia
Cicerón, maestro de la oratoria latina, decía que la verdad se corrompe de dos formas: con la mentira y con el silencio. En el rosario de miserias que emergen estos días de la instrucción judicial del escándalo de los ERES en Andalucía, cuyo epicentro está en Sevilla, nunca el silencio y las mentiras han retumbado tanto en nuestros oídos. A la larga lista de intuiciones –presuntas– que hasta ahora nos habían deparado las diferentes piezas del caso se suma ahora la certeza de que todos estos hechos, lejos de ser meras anécdotas, conforman toda una categoría cuyo rango moral es igual a cero. Lo grave del escándalo de los ERES no es sólo el clientelismo, el tráfico de influencias, los excesos cometidos por sus principales protagonistas o el desprecio a la ley y al sentido común que demuestran muchos de los que la juez Alaya está enviando –con indicios verosímiles– a la cárcel. Lo trascendente es cómo, con todos estos ingredientes en el guiso del desconcierto, la ceremonia de la inmoralidad ha llegado a convertirse en un mecanismo casi perfecto, un sistema –depurado, incluso– que se nutre de la desgracia ajena para generar un inmenso negocio.
La cabeza fuera del agua
La vida es como una antigua cinta de cassette. Se llena de polvo, suena mal y, en ocasiones, sobre todo a medida que discurre el tiempo, se sale de sus propios ejes, desparramándose. Y, sin embargo, encierra en su interior algunos tesoros que nos han hecho seguir adelante. En el acelerado proceso de rebobinado al que la crisis actual nos está sometiendo a todos, que es bastante parecido a lo que hacíamos cuando queríamos escuchar otra vez una canción y el mundo todavía era analógico –nunca dejará de serlo, en realidad–, estamos viendo determinadas escenas que, desgraciadamente, se parecen demasiado a la vida de nuestros padres. Incluso de nuestros abuelos.