Creer en una nación es sencillo: consiste en tener fe ciega en un determinado relato de la historia, generalmente manipulado. Sevilla debe ser una nación no declarada, sin ningún estatuto que la avale, porque sin creer excesivamente en sí misma -para hacerlo tendría que ser capaz de mirarse de cuerpo entero en el espejo del desencanto- no deja ni un solo día de reivindicarse con la intensidad de las viejas aldeas, encerradas en un bucle infinito. Es un mal parecido al del Kurtz de Conrad: ¡el horror!
Apuntes biográficos de Dios
Minnesota, el territorio del antiguo cinturón de hierro minero situado en la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Un pueblo diminuto: Duluth. El Belén del Dios Robert Allen Zimmerman. Los padres: pequeños comerciantes judíos. Gente trabajadora y humilde que creía en el esfuerzo. Nunca imaginaron que su vástago sería como Picasso y cambiaría para siempre la historia de la música moderna. No es poco mérito: Dylan supo combinar en algo nuevo la herencia de la tradición popular –el folk– con la música de los negros del Sur –el blues–, y la literatura. Recuperó el estrecho vínculo medieval entre el texto y la música, dotando de una madurez inesperada a un arte que parecía condenado a ser adolescente.
El Quijote, la historia de un fracaso
En una de sus iluminaciones Juan Ramón Jiménez definió la esencia de lo clásico con estas palabras: “Clásico significa actual, es decir, eterno”. En 1597 un hombre de cincuenta años mal contados dio con sus huesos en una de las mortecinas mazmorras de la Cárcel Real de Sevilla. Entre sombras y durezas, colmado de hastío, comenzó con unas palabras aparentemente vagas una crónica sobre la decadencia de las pasiones humanas. Escribió una fábula dedicada al atributo más humano que existe: el fracaso. Un mal universal porque todos hemos sentido alguna vez derrumbarse los sueños, el cansancio que agarrota la espalda y el sabor del desencanto. La verdadera epopeya quijotesca no es más que esto: la carga melancólica de un hombre que contempla cómo sus ideales se difuminan.
Darío, el cisne del cuello roto
El cambalache de las fechas siempre es una buena excusa para recordar a escritores y poetas olvidados. Los aniversarios son un buen pretexto para sacar del baúl del olvido a poetas que en su día soñaron con alcanzar la inmortalidad y que tras el paso del tiempo nadie lee si no es por estricta obligación escolar. Nunca dejaron de ser grandes, pero ya no les hacemos caso. Uno de ellos es Rubén Darío Sarmiento. Está en el canon lírico en lengua española, es cierto, pero su obra para algunos se ha convertido en un hermoso anacronismo. Su prosa es prácticamente desconocida. Tampoco se le recuerda como periodista. Su imagen quedó resumida para siempre, y de una sola vez, en la famosa foto que lo inmortaliza como prematuro cónsul de Nicaragua en París.
Delibes, el cazador de palabras
Siempre llegábamos a sus libros a principios del caluroso mes de junio, cuando el curso expiraba y nosotros, los escolares, pensábamos en los exámenes finales, que nos aguardaban como asesinos ocultos detrás de las esquinas de la clase. Su rostro estaba en el último tercio del manual. Era como un paréntesis en el temario: resultaba raro estudiar en clase al escritor que más leíamos en casa. Una suerte que sólo explica la falta de competencia provocada por el exilio republicano. Delibes entró en los libros de texto joven y terminó quedándose para siempre. Esta gloria escolar tan temprana ha terminado perdurando.