La historia es generosa en paradojas extraordinarias, como que alguien que toda su vida intentó –sin excesivo éxito– obtener poder y notoriedad, acabe alcanzando ambas cosas y, casi setenta años después de su muerte, por una especie de obstinación, conserve una suerte de inmortalidad, aunque sea debido a la sangre ajena. Es el caso de Gonzalo Queipo de Llano, uno de los militares golpistas que participaron en el alzamiento del 18 de julio de 1936. Ocho décadas después, su figura sigue dividiendo en Andalucía a los partidarios de la memoria histórica y a los herederos de quienes vivieron (entre los vencedores) la Guerra Civil. Tras el traslado de los restos de Franco desde el Valle de los Caídos a Mingorrubio, donde reposan en una tumba del Estado, el enterramiento de Queipo, rival al tiempo que conmilitone del último dictador de todas las Españas, se ha convertido en la postrera anomalía de un tiempo en el que a los asesinos se les daba sepultura con todos los honores públicos, igual que a los antiguos condotieros italianos, en suelo consagrado.
Cuadernos del Sur
Andalucía y la herencia envenenada
Cicerón, el gran orador romano, decía que equivocarse es un hecho natural entre los hombres, pero persistir en el error es cosa de locos. La máxima puede aplicarse –sin riesgo– a las tres derechas que gobiernan Andalucía, que a unas semanas para las elecciones de noviembre se han encontrado con el inesperado rebrote de las protestas en demanda de mejoras sustanciales en la sanidad regional. El asunto es inquietante. En términos políticos es lo más parecido a una auténtica bomba de relojería. El deterioro de la sanidad andaluza, que comenzó cuando la socialista María Jesús Montero, ministra de Hacienda en funciones, era consejera de Salud, y continuó cuando pasó a ocuparse de los presupuestos regionales, es la primera de las causas, entre otras muchas, todas intrínsecas, que precipitaron la salida de los socialistas del Quirinale de San Telmo. Antes del fatídico adelanto electoral del 2D, que supuso el hundimiento del PSOE en el Sur, el malestar ciudadano ante los recortes asistenciales ya había provocado innumerables mareas blancas en todas las provincias andaluzas, algo nunca visto durante casi cuatro décadas de autonomía.
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La agenda verde
Ha sido una conversión súbita. Similar a la que la Biblia adjudica a Pablo de Tarso justo después de caerse del caballo y antes convertirse en San Pablo. Sospechosa, por tanto. El presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, sorprendió esta semana a los extraños –es de suponer que los propios estuvieran al tanto– con una declaración de corte ecologista con motivo del 50 aniversario del Parque de Doñana, una de las joyas ambientales de España. La proclama tenía un indudable aroma electoral –se vota el 10 de noviembre– y perseguía dar un golpe de efecto que diluyera las voces (crecientes) que hablan de un cierto estancamiento –en realidad es puro continuismo– en la gestión del tripartito andaluz.
La campaña imposible
En el amor y en la guerra (casi) todo vale. Si esta regla se extiende a la política, que es una forma de conflicto originado por el desamor mutuo, encontraremos un acertado diagnóstico del contexto en el que el PSOE está haciendo la campaña electoral del 10N en Andalucía. Si el Sur es el laboratorio de los fenómenos más estelares de la política española, el augurio de las urnas de noviembre no es precisamente favorable a Pedro Sánchez. Los inconvenientes ambientales no cesan. Se multiplican. En primer lugar, entre el electorado tradicional de los socialistas se percibe un hastío cósmico debido a una repetición electoral cuyo coste en votos es una absoluta incógnita. Parte de las huestes socialistas, incluidos los vietcongs, los más fieles de entre los fieles, pueden quedarse ese día en casa, como sucediera el 2D. Otros quizás ocupen la jornada electoral con el derby sevillano –el Betis-Sevilla–, que coincide con la nueva llamada a las urnas. Y hasta cabe la posibilidad de que otros, especialmente los votantes de izquierda más jóvenes, se decanten por opciones como Podemos o Más País.
La juez Alaya y el Caballo de Troya
La justicia, que según la alegoría clásica es una mujer que sostiene una espada en una mano, lleva una balanza en la otra y tiene los ojos vendados, es –y debe ser– ciega. Según los hermeneutas mitológicos, esta imagen simbolizaba la ausencia de condicionantes que debía prevalecer a la hora de emitir cualquier sentencia. No está escrito en ningún sitio que también pueda ser contradictoria y voluble. Y, sin embargo, lo es. Basta ver el caso que esta semana ha obligado a dimitir –tras una imputación formal– al presidente de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), Vicente Fernández, un alto cargo de la Administración del Estado que, antes de acceder a este puesto, hizo una carrera triunfal como funcionario de élite en la Junta de Andalucía, pasando por distintas consejerías, empresas públicas y organismos como la Agencia Tributaria. Entre 2012 y 2016, durante los gobiernos de Susana Díaz, fue número tres del departamento de Energía, antes de ocupar la Intervención General, el órgano máximo de control económico de Andalucía.
