Las ciudades son destinos universales. Y, al mismo tiempo, locales. Entre ambos territorios, el lejano y el cercano, reside el dominio metafísico de las grandes urbes literarias. Dicen aquellos que han estudiado el fenómeno que las ciudades son como los seres vivos: tienen un periodo de esplendor, corto y deslumbrante, rodeado de un camino iniciático previo y un sendero –inevitable– hacia la decrepitud. Primero está la ciudad adolescente, impúber, la ciudad de los orígenes. Después un buen día aparece la ciudad senil, la ciudad retirada, como una momia vetusta, envejecida, vencida por el tiempo. Por carácter, uno siempre ha preferido las segundas: las ciudades decadentes. Hay otros que, sin embargo, sueñan con vincularse en algún momento de su existencia a las ciudades emergentes, las que viven en su propio cenit. Es el caso de la Florencia del Renacimiento, la Sevilla de Indias –que se confunde con la falsa ciudad barroca–, el Cádiz del XVIII, la Granada nazarí o la Córdoba califal. Madrid, de ser algo, sería una ciudad atroz y decimonónica. Barcelona, en cambio, parece eterna: casi nunca dejaron de suceder cosas en ese rincón del noreste peninsular.
Disidencias
Discursos y gaitas
Escribir discursos es una tarea complicada. Conseguir que además sean interesantes es tan difícil como enamorarse o carecer de miedo ante la muerte. Y, sin embargo, son legión los discutidores que llenan las páginas de los periódicos ansiando legar a la posteridad la primera idea que les pasa por la cabeza. Por tradición, en ciudades como Sevilla es donde más se da este fenómeno del rapsoda gritón, vehemente y ridículo. Quiero decir: en el Sur es habitual, corriente, encontrar a alguien que emite palabras sin saber ni escribir ni expresarse. A ráfagas. En Sevilla hay días en que o das un pregón o te lo dan. También ocurre, con otras variantes distintas, en Madrid, donde las tareas de la Corte y sus foros exigen un sinfín de alocuciones hueras y laterales. Raro es que encontremos un discurso basado sólo en el relato de hechos desnudos, que es el único que vale la pena escuchar. Estamos rodeados de propaganda y ríos bíblicos de prosopopeya.
Gaviotas
Los indianos –dicho así, en plural– eran los emigrantes que se marchaban a hacer las Américas. En el Nuevo Continente buscaban la prosperidad que se les negaban aquí. A veces dejaban en el camino semillas, lágrimas, flores y los líquidos que uno desperdicia cuando va en busca de la posteridad. En otras ocasiones su viaje terminaba siendo un camino camuflado hacia la muerte. Emigrar es parte de la tragedia cotidiana de la que ninguno podemos escapar. Simplemente es la variante nómada, diferente al asentamiento, que exige hogar, familia y responsabilidades. De estas historias de partidas y regresos, tan tristes, tan humanas, trata Gallego, la novela en la que Miguel Barnet, un escritor cubano, le ha puesto letra –la música es sorda– a las aventuras privadas que tienen lugar al otro lado del océano, lejos de nuestro suelo.
La Habana de Lezama Lima
La leyenda dice que La Habana es una ciudad de piratas, mulatas y son. La obra maestra de una España de ultramar que seguimos evocando desde 1898. Un pretérito hermoso y sublime. De La Habana se dicen demasiadas cosas. Ocurre con otras muchas ciudades: Roma, París, Berlín, Buenos Aires o Praga. Son sitios reales, pero también –sobre todo– forman parte del territorio ideal de la literatura. Espacios librescos, espirituales y carnales. Todoal mismo tiempo. La preeminencia de una cosa u otra dependerá de los gustos del viajero. Casi todas estas ciudades han superado la trascendencia de lo aparente para convertirse en mitos gracias a los libros, preferentemente aquellos que pertenecen al género evocativo. Por eso cuando uno se enfrenta a ellas siempre corre el riesgo de sentir una decepción.
Noveles
Derrocho el tiempo que no ocupo con el periodismo bebiéndome algunos libros de memorias de escritores. Leo, releo y reincido con Umbral y sus ficciones imperfectas sobre el escritor novel. En todos los libros escribe de lo mismo. En la mayoría de ellos de forma distinta, deslumbrante. Las memorias de escritores noveles son un género –o un subgénero– que uno siempre ha devorado con fruición, buscándose a sí mismo, a aquel que soñamos ser un día lejano, en la experiencia de los otros. Umbral, en este sentido, es ejemplar, sobre todo por sus libros más antiguos, que son los que escribió antes de convertirse en el personaje terminal de sus últimos días, cuando casi todo en él era impostura literaria. Mucho antes, comenzó sus particulares memorias de dandy castizo y firmó algunos libros, en su mayoría descatalogados, difíciles de encontrar, por lo general de saldo, en los que todavía recordamos a un escritor gigantesco, quizás más dotado para el estilo que para la literatura.