Tiempos modernos, tiempos de sátira. Los medios, el dinero, la mierda del dinero, el dinero de mierda, los columnistas, los patronos, los tertulianos de las ondas, los sindicatos, el Rey, la Corona y el Vaticano. Todos se merecen –nos merecemos– una sátira, el único género literario que hoy en día, época de derrumbes, puede salvarnos in extremis de la locura cotidiana. La sensación no es nueva. Ya la enunció Max Estella en Luces de Bohemia: “El suicidio colectivo”. Nadie le entendió.
Disidencias
Protocolos literarios
Se murió. Se nos murió. Se le murió a su familia, a la Corona, a los españoles, a la ministra del ramo, que lloraba a moco tendido, a los discípulos de Ortega y a los chicos de la Revista de Occidente, tan nombrada como escasamente leída. Chacel, la abuelita de las letras españolas, se largó de repente: en medio de homenajes emotivos, recuerdos y desagravios que pretendían borrar, aunque fuera tan a destiempo, la ignorancia que la emparedó desde que volvió del exilio, ese horizonte donde el vino es agrio y los recuerdos son duros, punzantes y, sobre todo, irrecuperables.
Relatos de estío
El verano nos trae cuentos, relatos de estío con los que –se supone– entretener la siesta, la tarde, la playa, cualquier cosa. Vienen anunciados con letras enormes, en titulares de cuerpo henchido, para que el lector –si lo hubiera o hubiese– los vea bien y no se los deje atrás, perdidos entre tanta crónica política, periodismo oficialista, historias de putas, banqueros y corruptos y tarantelas de berlusconis y culturetas del régimen y la subvención. Los cuentos son como el calor: aparecen en los diarios cuando ronda agosto –en ocasiones incluso antes– y desaparecen tan pronto como el otoño nos recuerda que el calendario es algo contra lo que hay que luchar sabiendo de antemano que tenemos perdida la batalla. Con los fríos desaparecen, tal y como llegaron, y vienen las obligaciones, el curso, la escuela y lo doméstico, hirsuto y triste.
Cristaleras de Westminster
Wilde, la eternidad y el rango sagrado que otorga una cristalera. En esta singular disquisición bizantina se han pasado las últimas semanas los miembros más acreditados y circunspectos de la hierática y educada sociedad cultural británica. Han discutido, escrito y lanzado a través de las ondas –la doctrina intelectual que no se propaga mediante las tertulias parece condenada a morir enterrada en un mar de papel– la conveniencia o propiedad –en el mundo sajón todo es corrección, empezando por el patrimonio– de incluir el nombre de Óscar Wilde, encarcelado por sodomía, en las cristaleras de la Westminster Abbey, junto a la estancia conocida como la esquina de los poetas.
Beatniks
Aullar cuando se ha sobrepasado la cincuentena –la mitad de la vida, mitad que nunca es la mitad, porque la vida nos mata siempre antes– en vez de un mérito supone la constatación de que todavía se padece una inevitable voluntad disidente, personal y ácrata, cosa de la que últimamente vamos andando bastante cortitos. Tan escasos como de buenos escritores contestatarios, que en un determinado momento histórico fueron una degeneración de la literatura ensimismada contra la que ya predicó en vano hace muchas décadas Sartre, al que apodaban el bizco de la rive gauche. Todo quedó en nada. O casi. Muchos de aquellos rebeldes han desaparecido. Otros han engordado.