Nadie me espera en el hogar. La vida es hermosa y agria. Las estaciones pasan como cuchillos afilados sobre el alma. El calendario es un acerico lleno de agujas sin enhebrar. Cuando se tienen poco más de veinte años la memoria no cuenta demasiado. Todavía es corta e imperfecta. No nos permite incurrir, por tanto, en el defecto literario de la evocación epifánica. Nos falta madurez y, además, carecemos del suficiente ánimo. Nuestros recuerdos aún no son violetas, como los de Juan Ramón (Jiménez). Tampoco amarillos, que es el color con el que se escriben la mayoría de los libros de memorias que encontramos en las librerías. Aunque la vida ya está dejando de ser de color de rosa.
Disidencias
Los poetas suicidas
¿Por qué se suicidan los poetas? Es una buena pregunta. En los tiempos del prosaísmo, los poetas ya no deberían emular a sus antecesores románticos y precipitar su propio fin. No corresponde con los tiempos vulgares. Quienes todavía se matan –presuntamente por amor– de vez en cuando son parejas de adolescentes que usan el suicidio como señal de protesta, o los dementes habituales a los que todo les da igual. Incluida la vida. Alfred de Vigny, un dramaturgo francés, escribió el siglo pasado unos dramas que en nuestro país se editaron bajo el título común de Dafnys-Chatterton (Espasa Calpe, 1969). En ellos encontré hace años la mejor justificación sobre el suicidio poético, que es una materia estudiada con generosidad por los expertos en ese hastío vital que los clásicos modernos llamaban spleen.
Dramatis personae
Las novelas sobre los artistas –las únicas novelas realmente verdaderas, según dicen algunos– nacen con los sofocos de la bohemia. A inicios del siglo pasado, de los años decimonónicos franceses e ingleses, en una gavilla de escritos profundamente subversivos, el artista se nos aparece como un rebelde ante los usos y costumbres de la vida burguesa, la vida de mantel y cofia, de corifeo a sueldo, de café con pastas y quietud diurna. De esas novelas –y de la imagen que en ellas se da de los artistas, preferente de los escritores y de los pintores– nos habla Francisco Calvo Serraller en La novela del artista, un ensayo entre literario y universitario –más lo segundo que lo primero– que le publicó Mondadori hace seis años y que ahora, por aquellas cosas de la vida editorial y otras cuitas del destino, encuentro de saldo en las colecciones que por correo vende la librería Fontana. Ediciones cuidadas, buenas y baratas. Un auténtico milagro en los tiempos que corren.
De las sirenas
Los mecenas son tipos afortunados. Con su dinero pueden comprar voluntades, plumas, intelectos y servicios refinados de propaganda. Así ha sido a lo largo de la historia. Primero compró intelectuales y artistas la nobleza: para ella trabajaron, rindieron pleitesía y se rebelaron los artistas. Después lo hicieron los hombres de negocios más o menos acomodados. Ahora lo hacen –con nuestro dinero, faltaría más– los políticos, que son una nueva casta extractiva: una clase preñada de privilegios que vive de los fondos públicos y tiene intereses, casi se diría que también obstinación, en que sus acciones cuenten con las correspondientes justificaciones ante terceros. No en vano, todos vivimos –dicen– en una democracia. Justamente por eso los políticos compran voluntades intelectuales, que dejan de serlo en cuanto acontece la correspondiente transacción.
Libros fónicos
A veces, uno no termina de encontrarle sentido a los libros leídos por obligación. Sobre todo si han transcurrido varios años. Ya pueden suponer a cuáles me refiero: esas novelas en cuya portada, antes que cualquier otro elemento, aparece la efigie del egregio escritor con cara pensativa; quizás, con la mano sosteniéndose el rostro, con un anómalo perfil de estatua. Por lo general se trata de la misma imagen que usan para las solapas y para las conferencias. En algunos casos concretos, la literatura, por aquello de ahorrarle esfuerzo al lector, se está reduciendo a una conferencia en diferido.