De nuevo escribiendo obituarios. Debería pedir empleo en una funeraria: “Se escriben misivas de despedida para finados ilustres. Precios asequibles”. A pesar de la costumbre que uno va adquiriendo con el paso del tiempo en este extraño oficio de escribir sobre muertos recientes, recién caídos, tengo que confesar que cuando se trata de escritores, mis héroes favoritos, la obligación se torna más placentera. No quiero decir que los difuntos del mundo de las letras sean mejores que el resto. La muerte nos iguala a todos, como decía Jorge Manrique. Sucede simplemente que la pieza sale con más facilidad: uno se conoce a sus escritores de memoria, cosa que no ocurre ni con otros artistas ni, por supuesto, con los difuntos anónimos, cuya única obra posible es su propia vida, desconocida en realidad por los demás.
Disidencias
Retablos de miseria e imaginación
La capacidad del teatro para remover conciencias, agitar estómagos y hacernos gritar hasta el desconsuelo han sido glosadas, hace siglos, por los clásicos, y explicadas gracias al abecedario de la dramaturgia más esencial. Que el teatro puede obnubilarnos y ofuscarnos es cosa conocida, pero que también puede hacernos pensar mejor gracias a su extraordinaria capacidad para augurar cuál será nuestro destino es una virtud menos frecuente, más rara que el aceptado beneficio catártico que se le asigna a cualquier pieza puesta sobre las tablas.
Perseguidores
No sé quién merece un homenaje mayor: si Cortázar (Julio) o sus personajes. Si el escritor o los mundos infinitos de Rayuela, 62 Modelo para armar y ciertos relatos, ciertos poemas, ciertos pasajes llenos de digresiones líricas sobre la cotidianidad. El escritor argentino nos enseñó un mundo de fantasmas interiores y de tipos perdidos en sus propias contradicciones, que siempre eran –como exige la literatura– verbales, seres en busca de una armonía que no encontraban en la sintaxis casual que les daba la falsa vida de la ficción verdadera. La duda siempre persistía. Formaba parte del encanto: los lectores de Cortázar, al principio, nunca estamos del todo seguros de si quién nos relata un cuento es el escritor o son los propios personajes, dudamos si ambos territorios acaso son el mismo, obedecen a una suplantación o en realidad constituyen universos en paralelo.
El discreto Azorín
Vargas Llosa ha entrado en la Real Academia como entran todos los que en un momento de su vida fueron tocados por el viento de la genialidad: creando polémica. En esta ocasión la controversia no está causada por una de sus famosas diatribas políticas, sino por otra razón más higiénica, sana y literaria: Azorín. El escritor peruano dedicó su primer discurso como académico a la prosa menuda y dorada del gran ensayista del 98, al que hoy día se le lee poco y se le ignora todavía más. Su sabia elección ha tenido la inestimable virtud de los milagros inesperados: ha logrado resucitar a un muerto.
La línea del desengaño
[Ensayo apresurado]
La capacidad para inventar mundos, conceptos, cosas, tiene fama de ser una facultad positiva, benigna, bienhechora. De las más loables que puede ejercer un ser humano. Un hombre que inventa es alguien al que el ingenio, la pericia y la habilidad se le suponen sin necesidad de mayor comprobación empírica. Con esta simple asociación de ideas ocurre algo similar al valor y la milicia: ambos términos se dan por supuestos. Se trata de un tópico, por supuesto.