Llegó a Madrid procedente de la eterna provincia, Valladolid en este caso, una tarde de tantas, deslumbrado por los iluminados, buhoneros y pícaros de todo tipo y pelaje que vagabundeaban por la Villa y Corte, tan descortés. Desde las sucias y ácratas pensiones en las que malgastó su juventud hasta su dacha en Majadahonda retrató con goce y sarcasmo el panorama social y político de la España de la Transición, aquella revoltosa y fecunda época en la que muchos soñaron con cambiar este país. Todo se quedó en palabrería y un sinfín de instituciones. Durante un tiempo fue fiel al entrañable y famoso Café Gijón, en el que entró en una de sus primera noches en la capital, cuando soñaba con ser escritor y se embriagaba al ver el centralismo de la urbe-madrastra que a todos hacía luz de gas. Fue odiado y adorado, rara vez fue ignorado. Respondía al nombre de Francisco Umbral aunque muchos de los taxistas madrileños –que apoyaron su candidatura a la Academia– lo llamaban Pacoumbral.
Disidencias
El mundo que viene
La teoría del contrapeso. Ésta es la tesis a la que se acoge Juan Goytisolo en La Saga de los Marx, una fabulación en la que hace revivir –imaginariamente– a Karl Marx y a toda su nutrida concurrencia para tratar de adivinar el futuro inmediato que nos espera. El fondo de su relato es simple: el comunismo, estalinismo por concretar algo más –Goytisolo habla siempre de supuesto socialismo científico–, cayó en 1989 fruto de esa perversión histórica que termina convirtiendo las utopías –toda utopía tiene vocación revolucionaria; decir lo contrario es una sandez– en puro cartón pragmático. Se sabe desde muy antiguo: el poder lo corrompe todo y usa las ideas del momento para su propia perpetuación.
La mosca del bar
Se nos ha muerto Bukowski, el último Henry Miller, poético y ácido, rotundamente brutal, de lo mejor que nos había dado en mucho tiempo la literatura norteamericana; un genio, vamos. Hablo en plural porque, siendo el tema la muerte de un individuo, se trata de un pérdida colectiva, aunque este artículo –un obituario de urgencia– no se escribe con ánimo lacrimoso. Todo lo contrario. Bukowski era un despojo viviente desde hacía ya varios años y a pesar de reformar su vida y aburguesarse –tampoco era demasiado difícil; cualquier mejora ya era un progreso en la escala social–, su final, el cáncer, la raspadura de sus entrañas, era su previsible destino. Demasiado aguantó aquella vida mítica de bebedor inmortal, aquella existencia golpeada y las estampas de perdedor con encanto, abrazado a un fracaso estético, candidato acelerado a la cirrosis, berbiquí sexual en sus largas noches de imaginación.
Incursiones & excursiones
Las drogas están ligadas a la literatura desde su origen. Homero y Virgilio escribieron sobre ellas. Otros escritores se rindieron ante su imperio, que es longevo. En los escritos de nuestros clásicos grecolatinos el consumo de sustancias extrañas o mágicas está asociado a las ceremonias de índole religiosa, son remedio para curar las enfermedades o presunto atenuante ante los sufrimientos físicos y mentales. El veneno, a veces, cura matando. En la Edad Media las drogas podían ser santas o materia de brujería: filtros secretos, plantas mágicas, sustancias alucinantes y alucinógenas pueblan un mundo de monasterios, abadías, campos oscuros y hogueras.
En el principio fue el plagio
[De cómo empezó todo esto]
La literatura es un bebedizo extraño. Un licor. En mi caso fue un jarabe de la infancia. La culpa de las lecturas hasta el amanecer, o hasta el anochecer siguiente, la causa de la orgía perpetua de los libros, el pecado mortal de la lectura que cometo todos los días, la tuvo un padre sabio que sin inculcar demasiado –no era su carácter– iba por los pasillos con un libro en la mano. El padre, aquel padre, caminaba por la casa –hipotecada; igual que la vida de casi todos– sin portar bastón alguno, que falta no le hacía, y con el único asidero de un viejo libro de ensayos. Subrayado con hasta cinco colores distintos. Uno encima del otro. Hasta anular el resalte cromático que debía contribuir a dar sentido a las frases preferidas. Antes o después todos necesitamos un sitio donde apoyarnos para sostener el alma, que se derrumba. Mi padre usaba un libro. De filosofía, de poemas o una novela de esas que son como las drogas: las que permiten la evasión sin moverse del sitio, gracias a la recreación de nuestros males. Pura catársis clásica.