Los antiguos amaban el campo e idealizaban la vida campestre. No tenían más remedio: era su entorno cotidiano. Desde el Beatus ille de Horacio a las Geórgicas de Virgilio, buena parte de la literatura clásica enaltece con vehemencia la función de la aldea como paraíso, nación y destino. La lírica acostumbra a dar prestigio a los conceptos –si es buena, por supuesto– pero no siempre tiene la razón. La desvertebración territorial y la mentalidad rústica continúan siendo los dos grandes males que aquejan a la patria incluso ahora que, a la vista de la agenda pública, seguimos dándole vueltas a la noria de lo que somos, cosa que nunca termina de quedar clara.
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