El ensayo literario no es un género fácil. Se aleja bastante de lo que pudiéramos llamar literatura accesible al lector medio. Suele hacerse, casi siempre, por y para especialistas. Y practica, con frecuencia, los tres grandes pecados de lo académico: pesadez estilística, excesiva erudición y detallismo huero. Por eso cuando uno encuentra un libro sobre literatura que le descubre senderos desconocidos o ciertas facetas de un estilo –un escritor no es más que un arquitecto verbal– no puede sino pellizcarse en prevención de que tal inusual descubrimiento sea incierto, inverosímil o irreal. Un espejismo provocado, como le sucedía a Alonso Quijano, por las excesivas horas de lectura robadas al sueño.
Literatura
De los vinos jóvenes
Dulzones y azulados, blue, blue blue, los editores se matan por las esquinas buscando jóvenes valores, gente potencialmente rentable que poner en sus catálogos, porque lo de ponerlos en nómina pasó, definitivamente, a la historia. Se requieren escritores de una nueva generación para una nueva estirpe de consumidores. Puesto que de lo que se trata aquí es de ampliar los mercados, todo lo referente a las generaciones convendría dejarlo de lado. Es un término gastado. Es más: siempre ha sido una falsedad.
Las librerías de los insomnes
Cuentan las crónicas que en los años dorados de Buenos Aires, aquellos años de principios del siglo pasado y lustros consiguientes, cuando la ciudad y hasta el suburbio al que tanto cantó Borges todavía miraban con anteojos en dirección al París de la época modernista, las librerías porteñas, esos templos culturales de Corrientes, Florida, Santa Fe, fueron las parroquias en las que los drogadictos de la lectura se mezclaban con los amantes de lo noctámbulo, los legionarios del vicio y los apóstoles de la falta de sueño, siempre buscando, no se sabe muy bien exactamente qué –o quizás se sabe demasiado bien– por las esquinas.
Suma de pronombres
Alternar poesía y prosa en un mismo libro es –dicen algunos– un suicidio. Julio Cortázar, por tanto, debió ser un tipo con vocación de difunto que insistía en buscar el fondo del abismo, porque nunca dejó de hacerlo. En uno de sus textos menos conocidos –Salvo el crepúsculo– mezcla ambos códigos y, como acostumbra, sale triunfante, sin aparentar esfuerzo alguno. Advertencia rápida para osados: no es un libro fácil. Cortázar no ha sido nunca un escritor de mayorías: es amable con sus lectores pero los obliga a ascender una montaña por un itinerario que nunca es la línea recta. Las digresiones le sirven para demostrar su extraordinario domino del lenguaje –del acervo, como le llaman en el Río de la Plata– y ensayar el pulso sin límites con el que escribió hasta que una leucemia provocada por una transfusión equivocada nos dejó sin él y sin el frenillo con el que hablaba en el mismo francés de Baudelaire, traductor de su admiradísimo Poe, a quien también interpretó a su manera.
Libros de estío
Los estíos de infancia y espiga, aquellos veranos rurales de nuestros abuelos –quien tuviera abuelos rurales me comprenderá; en las ciudades estas cosas son algo distintas–, solían ser generosos en dos cosas: calor y lecturas. Los libros cumplían una misión terapéutica similar a la de un ventilador encendido durante las tardes de látigo soleado: servían para distraer, aprender y refrescaban un ambiente que a ratos parecía mineral y otras se sentía plomizo, pesado, inmisericorde.
