Adjetivos destemplados, recelos, conspiraciones. ¿Quién tiene la culpa? La lista de la ministra. De rojo encarnado y abrupto pelo, Carmen Alborch, la encargada administrativa de la cosa cultural, elaboró en su momento una lista de escritores para pagarles el viaje a la Feria del Libro de París, un foro donde la literatura se hace copa a copa, canapé a canapé y con tópicos, bien sûr. Mayormente, un sitio donde la joven narrativa y poesía española estaba llamada a mezclarse con los gurús de los movimientos culturales, esos muchachos que viven de la ubre pública con una facilidad sólo comparable a su capacidad de adaptación cuando las trompetas del cambio político marcan un cambio de tercio. Todos a babor.
Literatura
Fracasos en corto
“La primera condición para llegar a ser director de periódico es carecer de imaginación”. Lo dice Ignacio Carrión, periodista de enjuto trazo, en la novela con la que ganó –en su día– el Nadal: Cruzar el Danubio (Destino). Un texto en el que antes que la historia lo que brilla, extraña, incluso sorprende, es el estilo. Es de ritmo lento, plomizo, repetitivo. Carrión, buen reportero, escritor brevísimo, imprime a su prosa la cadencia de un percutor. La novela se asemeja más a un cuadernillo de reflexiones varias, un divagar de pensamientos fragmentarios, que a un relato redondo, cerrado. No hay puzzle narrativo, no existe el tono de las grandes epopeyas. No hay incandescencia.
Con las mujeres no hay manera
Las firmó con seudónimo. Anglosajón, por supuesto: Vernon Sullivan. Quizás lo hizo para ocultar su verdadero nombre, que era aparentemente ruso pero, en realidad, no dejó en ningún momento de ser francés. Boris Vian (1920-1959). Un loco. Un surrealista menor. Un visionario. Las publicó alrededor de los años cincuenta, cuando la capacidad creativa general, del tiempo histórico, por así decirlo, era más fecunda e interesante que ahora. Me refiero a una serie de novelas negras, en apariencia policíacas, entre las que se encuentra Con las mujeres no hay manera (Alianza Editorial), obra menor en extensión y pretensiones que, sin embargo, es lo más refrescante que ha caído en mis manos últimamente. Nada que ver con los aires lúgubres de eternidad que alumbran algunas de las novelas de moda.
El escritor fragmentario
Julio Camba era un filósofo con patas cortas, un pensador de retazos, un hombre fragmentario. También era un vago confeso, un tipo de esos que desprecian el poder, la fama y cualquier gloria derivada de su condición de genio, que nunca es admitida en público aunque en el fondo no deje de ser profesada en la felicidad del silencio. En un mundo con tanta humildad de boquilla, no viene mal a veces practicar este juego cínico: despojarse de las galas de la grandilocuencia sin dejar necesariamente de creer en uno mismo.
Mímesis y recreaciones
Hubo un tiempo en el que la figura del escritor aún no se había revestido con el terno que el romanticismo y la modernidad le colocaron a la literatura. En aquellas fechas copiar argumentos no implicaba cometer un delito. El plagio no existía. No había propiedad ni derechos de autor. Tomar prestadas ideas ajenas era corriente. Quizás porque todos los asuntos están ya inventados y, en el fondo, quienes nos dedicamos a escribir apenas si ocupamos nuestro tiempo en hacer variaciones de un único tronco. Las historias humanas se reducen siempre a lo mismo: fracasos, viajes, reflexiones, éxtasis imaginativos, amor, dolor, pan y cebolla.
