La Gramática de Emilio Alarcos Llorach (España Calpe) se vende como churros. Ha sido uno de los libros que más se han comprado estas navidades. Cosas de las fiestas, supongo. Cualquier exquisito podría pensar que tal episodio es una muestra característica de la orgía consumista con la que nuestra sociedad –consumista en realidad durante el año entero– juega a las despedidas anuales. ¿Qué mejor que un libro apañado que poner en las estanterías de casa y que, de paso, también sirve para las discusiones superfluas en las que todo el mundo incurre cuando pretende dárselas de intelectual? Algo similar sucedió hace no demasiado con El Péndulo de Foucault, de Umberto Eco. También pasa con obras menores y de consumo raudo: ciertos libros de periodistas sabelotodo, biografías morbosas, compendios de cocina que nunca se usan a la hora de comer y algún que otro título con más ruido que nueces.
Literatura
Degeneraciones
Me sumerjo estos días en la brutalidad lírica de Henry Miller, a quien tenía algo olvidado. Releo Trópico de Cáncer en una edición barata, de las únicas que podía permitirme el lujo de tener –tener siempre es un lujo– cuando además de más joven era mucho más pobre e indocumentado. Cualquiera que no tenga trabajo es, de facto, un indocumentado: no existe. Y así estaba yo hace unos años, sin laburo y entretenido con Miller y su fresa de ácido. Descubriendo al tiempo como el cáncer mortal que nos devora. Entendiendo que todos estamos en realidad muertos. O que nuestros héroes están enterrados o matándose.
Negras perversiones
Novela negra. Pensamientos negros. Negra conciencia. La literatura que vende, de la que se habla, la que se recuerda y se promociona en eso que se llaman los medios, dicho en genérico, aboga ahora por el enfoque de la novela negra o, cuando menos, por derivaciones del género madre. Perversiones, que diría un purista. ¿La causa? Varias. Quizás una simple moda. O acaso sea el resurgir de una estética más acorde con los tiempos que corren, descastados y poco obsesionados con la supuesta finura de algunos escritores literarios, entendiendo el oxímoron en sentido perverso. Los editores han captado rápidamente el fenómeno y no hacen ascos a los ribetes de negritud que empiezan a proliferar en ciertas novelas recientes.
Filosofad, malditos
Savater, el filósofo vasco de la perilla blanquecina, escribano en todas las revistas, todos los periódicos, todas las editoriales, autor de todas las conferencias, rompió hace mucho tiempo, quizás demasiado, la tendencia de recluir a la filosofía, esa madre bonachona que nunca miramos con buenos ojos, en las fortalezas de las cátedras, los departamentos y demás organismos de los que se compone la cosa universitaria; esto es: el trauma de los estudios superiores. Savater sacó la filosofía a la calle o, en su defecto, la devolvió a los periódicos, que no son exactamente lo mismo que la calle, pero sí algo aproximado, emulando así al viejo abuelo Celaya, otro vasco de yunque y dulzura muerta.
Minoritarios
Escribir para las masas. O escribir para un público selecto, reducido y tontaina. La cuestión no es baladí. Si uno escribe para el gran mercado, si logra como adelanto alguno de los envidiables cheques editoriales, si gana premio tras premio y recibe ofertas para cambiar el oficio de escritor por el de tertuliano, la crítica te mirará con malos ojos. Si es que te mira. Calidad y cantidad no acostumbran a ir unidas, aunque en literatura tampoco hay que generalizar. Si, por el contrario, uno decide escribir para un auditorio mínimo, una cofradía de elegidos –sobre todo en lo que a la poesía se refiere– o para un grupo de amigos eruditos, la crítica, acaso, termine por alabarte, aunque el común de los mortales te mirará con cara de broma cuando a la pregunta de cuál es tu oficio respondas que escritor.
