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Literatura

Camus, los años perdidos

carlosmarmol · 14 julio, 2019 · Deja un comentario

Sucede con frecuencia: cuando buscamos al mito, de repente, nos encontramos al hombre de carne y hueso. El individuo prosaico, antítesis del ser artificial creado por la fama, esa dama tan caprichosa. El idealismo –lo sabemos por experiencia– es una quimera: la vida no es más que un incierto viaje terrestre. Albert Camus, que murió tres años después de conquistar la cumbre –le dieron el Premio Nobel con 44 años–, en un accidente de tráfico bautizado por él mismo, aunque en referencia al deceso del ciclista Fausto Coppi, como “la muerte más idiota”, es el representante de esa extraña forma de literatura vitalista que, en ocasiones, adopta el disfraz de su opuesto: el existencialismo.Su filosofía y su teatro no son más que la expresión de un intenso pálpito vital, siempre en pugna con el peso del hastío. Los grandes hedonistas suelen ser depresivos: saben que vivir implica gozar pero también sufrir. El pensamiento de Camus, deslumbrante, independiente, alejado de los dogmas de su propia generación intelectual, se ha conservado fresco porque no nace de los libros, sino que es fruto directo de la experiencia personal. De días de sol en una playa de África. Está en todos sus libros: sus novelas –El extranjero, La peste–, sus dramas –Calígula, El malentendido, Los justos– y ese ensayo prodigioso que es El hombre rebelde.

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Los santos culturales

carlosmarmol · 7 julio, 2019 · Deja un comentario

La idea de que la literatura, que por definición es un arte solitario –se escribe sin compañía; se lee en silencio–, debe educar políticamente a la ciudadanía es una herencia, malversada, de la Revolución Francesa, que defendía que la creación debía tener una finalidad ética, que no es exactamente lo mismo que un uso político. Hasta entonces, escribir un poema o una novela consistía básicamente en expresar artísticamente una determinada filosofía moral. La Ilustración institucionaliza esta visión utilitaria de la literatura como fórmula para educar intelectualmente a una sociedad que arrastraba los vicios del Antiguo Régimen.Es cosa sabida: los sueños de la razón, a veces, provocan monstruos. Y de esta concepción liberal del arte literario como medio de instrucción se pasó –con el tiempo– a la politización doctrinal de la creación, convertida desde finales del pasado siglo, dentro del paradigma de los estudios culturales, en una cuestión de sexo, clase o raza en lugar de lo es: una retórica artística. En el XIX la literatura fue manipulada para promover sentimientos patrióticos. En el XX fue un instrumento de adoctrinamiento de los totalitarismos de uno y otro signo. En nuestros tiempos, superada la posmodernidad e inmersos en la civilización digital, hay quien cree que la literatura carece de sentido y otros que, volviendo al pasado, reformulan la vieja máxima de que los únicos poetas memorables son aquellos que hacen patria.

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Augurio & fatalidad de Notre Dame

carlosmarmol · 30 junio, 2019 · Deja un comentario

Las catedrales son, en términos simbólicos, la soberbia condensación en piedra de una época perdida por el transcurso de la historia. Puertas milagrosas hacia un tiempo mítico que nos precede. Cápsulas capaces de atesorar el pretérito junto a falsas reliquias, clavos oxidados de Cristo, sangre coagulada en rosarios de plata, hostias de trigo fino, biblias, exvotos y cálices dorados. El espacio de un viejo teatro -el de la vida vista como una ceremonia sagrada- con la inconfundible y característica forma de una cruz. Una catedral es una obra que dura siglos, un afán colectivo, un edificio milagroso donde se acumulan –en estratos sucesivos– los vivos y los muertos, los nombres ciertos y los apellidos imaginados, la chusma y los teólogos, los santos y los viciosos vulgares. Pura contradicción, contraste y sedimento. Nada de esto tiene que ver exactamente con la religión, aunque las catedrales fueran concebidas en su tiempo como artefactos perfectos de propaganda doctrinal, máquinas de emocionar pensadas para hacernos sentir el amor de Dios y, a continuación, mentirnos al mostrarnos un cielo ideal al que sabemos que no vamos a llegar nunca.

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Herralde integral

carlosmarmol · 23 junio, 2019 · 1 comentario

Existen, grosso modo, dos grandes tipos de editores: aquellos que leen y los que prefieren contar. No se trata de virtudes –o defectos– incompatibles. Muchos propietarios de editoriales hacen ambas cosas al mismo tiempo, aunque no siempre confiesen cuál de ambas actividades les quita más horas de sueño. Un editor que no lee puede convertirse en millonario –es el milagroso caso del sevillano José Manuel Lara Hernández, el astronauta de Planeta– si sabe vender muy bien y contar con rapidez. Ganarse el respeto de la crítica, conquistar a la inmensa minoría de las clases intelectuales de un país –pongamos que hablamos de España entre la dictadura y la partitocracia– y conseguir el prestigio internacional, preferentemente en ultramar, exige saber leer (a los otros) como nadie, intuir los deseos de los demás –ese arcano– y sostener con estilo esa ficción compartida que llamamos cultura.

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Ferlosio, la estatura de la inteligencia

carlosmarmol · 16 junio, 2019 · Deja un comentario

“Ni siquiera los amigos deben ver a los ladrones cuando están en su guarida”. La frase, extraída de Alfanhuí, su primera novela, una fábula fantástica, el único libro de su obra que, con su modestia carpetovetónica, consideraba que realmente merecía el aprecio literario, al contrario que los demás, retrata bastante bien a este huraño ogro del barrio de la Prosperidad (Madrid), señor sombrío del verano en Coria (Cáceres), una infancia –lejanísima– en un palazzo destruido por el tiempo y el desencanto, y unos ancestros –el intelectual falangista Sánchez Mazas, superviviente casual de su propio fusilamiento; y Liliana Ferlosio, hija de un banquero del Vaticano–, que construyen, sumados, los elementos de una biografía atrabiliaria e imposible de repetir en estos tiempos llenos de simulacros. Rafael Sánchez Ferlosio fue –hasta ayer– un personaje irrepetible. Probablemente el mayor de los escritores del castellano peninsular. Un clásico indudable. El último de los niños de la guerra. Representante terminal de los escritores de nuestra gris posguerra de gasógeno y hambre. Y nombre señero de eso que durante un tiempo se llamó Generación del 50. Y quizás, junto a García Calvo, con quien compartió círculos de intereses y experimentos químicos, uno de los grandes cultivadores de la literatura de ideas, capaz de escribir con maestría en un español argumentativo, poblado por frases que funcionan como esqueletos de pescado.

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Ilustraciones: Daniel Rosell