Los muertos son unos tipos ingobernables. Tienden a no quedarse prudentemente enterrados. Sobre todo en ciudades como Nueva York, una urbe sustentada en el falso mito de que el pretérito se esfuma sin dejar rastro ni causar problemas. No es cierto. Incluso cuando una ciudad cambia, que es la naturaleza del urbanismo moderno, los rastros de la vida anterior permanecen, se agarran a los sitios, se refugian en el quicio de las farolas y, de alguna u otra forma, sobreviven a su deceso en las grietas del pavimento y en la traza de las plazas. De esas huellas escribe soberbiamente Luc Sante(Verviers, 1954), que nació en Lieja pero es, técnicamente, un perfecto escritor norteamericano. Un artista de la contención y amigo del desapego que cincela su prosa con la seguridad que imprime en el carácter el hecho de haber pasado por determinadas situaciones límite.
Literatura
El ‘Montaigne’ del rock & roll
Hay que ser un escritor glorioso o un tipo encantado de conocerse para empezar una crónica periodística así: “¿Qué es esta mierda?”. Greil Marcus(San Francisco, 1945) lo hizo cuando a uno de sus personajes favoritos –Bob Dylan, cuya verdadera personalidad es tan misteriosa como la de Alias, el silente personaje que el músico de Minnesota interpreta en Pat Garret & Billy The Kid, la película de Sam Peckinpah– se le ocurrió, mayormente por joder a su antiguo representante, que se embolsaba la mitad de sus derechos de autor sin hacer absolutamente nada, sacar un disco de melosos cantos norteamericanos titulado Selfportrait sólo para que el intermediario no viera un dólar. La ocurrencia de Dylan descolocó a la crítica e irritó a sus seguidores, que ya habían tenido que adaptarse a tres reencarnaciones previas. Marcus, uno de los mayores expertos en su obra, recibió el discocon la indignación propia un becario: aquel no era su Dylan. No. Parecía un cantante de saldo. Corrían los setenta y el judío errante aún podía pasear por Nueva York, de donde tuvo que huir más tarde, con un tambor bajo el brazo, igual que cualquier principiante.
Las geografías oníricas
La infancia es la edad del hombre que está más sobrevalorada. Tiene excesiva buena prensa. Suponemos que se debe sencillamente a que antes o después llega un momento en la vida en el que irremediablemente crecemos, cambiamos, envejecemos y nos transformamos en otra persona. Este proceso natural, que a algunos les parece un trance doloroso, implica tener que aceptar la realidad y abstenerse de soñar. O hacerlo de forma diferente: con un pie siempre en el barro. Erich Auerbach escribió en 1946 un ensayo de literatura comparada —Mímesis— en el que analiza la representación de la realidad dentro de la tradición occidental. Su conclusión es que en la historia de nuestra cultura conviven dos tendencias opuestas: la idealización, esa vieja costumbre de los clásicos, y la vulgarización, un rasgo propio de la conciencia moderna, de la que deriva el prosaísmo como retórica literaria contemporánea. A partir de la tensión entre ambos paradigmas puede explicarse toda la creación literaria desde Homero.
Spinoza, la democracia sentimental
Baruch Spinoza (1632-1677) es un filósofo extraño. Proscrito por su propia tribu –los judíos holandeses– y racionalista convencido en un mundo configurado por la religión, su biografía cuenta que tuvo el valor de dejar de acudir a la sinagoga, donde los intérpretes de la ortodoxia mandaban sobre mentes y haciendas ajenas –lo primero siempre conduce a lo segundo–, y se marchó a los suburbios de Ámsterdam, esa Jerusalén del Norte, para dedicarse al oficio de pulir lentes de instrumentos ópticos. Hace falta tener una paciencia infinita para sacarle brillo a un cristal. Tanto como para pensar solo, un vicio imperdonable en una sociedad que, entonces y ahora, se entrega con un raro entusiasmo a los líderes dogmáticos. “El instinto natural de cada hombre no está determinado por la razón, sino por el deseo”, escribe en su Tratado Teológico Político. Su teoría del poder es apasionante pese a que se le haya censurado no ser partidario el voto femenino, una carencia propia del siglo XVII. Hizo acto de contrición en un epitafio inventado: “Escupid sobre esta tumba, aquí yace Spinoza”.
Arturo Barea, la literatura del revés
Barea, de nombre Arturo, dedicó la gran obra de su vida —La forja de un rebelde– a dos mujeres: “La señora Leonor”, su madre, una humilde lavandera; y a Ilsa Kulcsar, la austriaca con la que pasó penurias, se casó de segundas y a la que entregaba, para que los vertiera a su extraño inglés centroeuropeo, cada uno los capítulos de esta novela memorialística donde cuenta su infancia en el Madrid previo a la Guerra Civil, una ciudad estrecha y pavorosa cuyos límites razonables terminaban justo en el pago de Lavapiés, “el fin de Madrid y el fin del mundo, donde empezaba el mundo de las cosas y de los seres absurdos”. Barea se crió en aquel abrevadero a cielo abierto, “el barrio de las injurias”. La España oficial de finales del XIX y principios del XX, con su monarquía decrépita, sus curas perpetuos, sus militares golpistas y sus políticos corruptos, “tiraba sus cenizas y su espuma” por aquel desagüe.
