Escribir es una forma de manejar analogías. Igual que vivir. Con frecuencia percibimos el hecho literario como una ceremonia social. Publicar una novela se ha convertido desde hace mucho tiempo en un ritual donde el éxito aparente (que no es lo mismo que el literario) y la santificación de la biografía del artista marcan la valoración general. Ninguna de ambas cosas son inocuas, pero para conocer la verdadera trastienda de un escritor resultan insuficientes. El último premio Nobel, el británico-japonés Kazuo Ishiguro, ha dejado escrito en su discurso de aceptación del galardón sueco un magnífico retrato de cómo fue exactamente su particular forja como novelista, el camino de iniciación (que también es el sendero de la madurez) que le ha conducido no tanto a ser reconocido como primus inter pares, sino a escribir determinadas obras donde la retórica funciona como una escalera ascendente hacia la emoción humana.
Literatura
García Gual, el sabio tranquilo
Los seres humanos padecemos, en mayor o menor medida, una enfermedad genética: la compulsión narrativa. No está diagnosticada por la medicina, sino por la literatura, que es la terapia secreta del alma. Uno nace oyendo historias y se muere contándolas. Entre ambos momentos la vida consiste, sobre todo, en habitar con acierto tu propia narración. Somos los héroes –y los antihéroes– de nuestra historia particular. El descubrimiento de la ficción suele comenzar con los cuentos y, al menos antes, se afianzaba con el conocimiento de la mitología clásica, universo fascinante donde los personajes tienen doble nombre (griego y latino), igual que los espías, y las fábulas con la apariencia más fantasiosa devenían sin problemas en el patetismo de las historias humanas, demasiado humanas, como dejó escrito Nietzsche.
Gimferrer, el tigre eléctrico
Gimferrer, al principio, era una melena rebelde, la melena de un joven y extrañísimo poeta. Ahora, con el pelo cortado a la manera de los catedráticos eméritos, pero con la misma parsimonia de los grandes escépticos, parece un filósofo centroeuropeo: atento a todo y, al mismo tiempo, con un cierto aire de despiste, entre dandy y cercano. Es un sabio porque siempre se ha dedicado a lo que más le gusta –los libros, el arte, la música– y no le ha ido demasiado mal, quizás porque aprendió muy pronto que la vida es demasiado corta para desperdiciarla haciendo aquello que no quieres o pretendiendo conseguir lo que no tienes. Hace unos días le han dado –porque los premios se otorgan, no se ganan– el García Lorca de Poesía, un galardón que el Ayuntamiento de Granada instauró en 2004 para conmemorar al escritor de Fuentevaqueros y celebrar la poesía, ese pan tan escaso.
El ensayista Gil de Biedma
Gil de Biedma era un tipo extraño: se hacía preguntas en un país más bien dado a las proclamas identitarias y solía matizar mucho sus opiniones en lugar de lanzarlas, como cuchillos, en dirección a la yugular del interlocutor. Ambas cosas, unidas a algunos excelentes poemas y a su leyenda de homosexual y noctámbulo, ejecutivo de una compañía de tabacos en horario diurno, hicieron lo necesario para situarlo entre los mejores escritores en español de la segunda mitad del pasado siglo. Su obra, que una parte de la crítica sitúa como antecedente de la llamada poesía de la experiencia, aunque algunos de sus más significados nombres dejaran de tenerlas hace tiempo, es sin embargo un monumento –anómalo dentro de la tradición española– al prosaísmo poético, en este caso en su variante más elegante.
Julio Manuel de la Rosa, la prosa pacífica
No existe nada más inverosímil que la muerte. Sobre todo cuando se trata de la propia. Uno puede imaginársela en abstracto y teorizarla, pero no vivirla -más allá de un pálido instante- porque cuando uno se muere de verdad, en serio, deja de ser él para convertirse en otro. Julio Manuel de la Rosa, insigne escritor de provincias, no hacía vida literaria; escribía. No perseguía a los editores; leía. Y en el entreacto entre estas dos ocupaciones básicas también hacía clases -por decirlo a la manera de Nicanor Parra, que le antecedió unas semanas en este trance de irse al otro mundo- en la escuelita de Periodismo y Turismo que la familia Uruñuela tenía abierta en la calle Muñoz y Pabón de Sevilla a modo de sucursal de la Complutense bajo el nombre -entonces poderoso- de Centro Español de Nuevas Profesiones. Repárese en los dos adjetivos. Allí impartía redacción y enseñaba literatura con la misma naturalidad de quien se toma un café con leche: sin darse importancia.
Un obituario para elmundo.es
