Cuentan las crónicas que en los años dorados de Buenos Aires, aquellos años de principios del siglo pasado y lustros consiguientes, cuando la ciudad y hasta el suburbio al que tanto cantó Borges todavía miraban con anteojos en dirección al París de la época modernista, las librerías porteñas, esos templos culturales de Corrientes, Florida, Santa Fe, fueron las parroquias en las que los drogadictos de la lectura se mezclaban con los amantes de lo noctámbulo, los legionarios del vicio y los apóstoles de la falta de sueño, siempre buscando, no se sabe muy bien exactamente qué –o quizás se sabe demasiado bien– por las esquinas.
Disidencias
Suma de pronombres
Alternar poesía y prosa en un mismo libro es –dicen algunos– un suicidio. Julio Cortázar, por tanto, debió ser un tipo con vocación de difunto que insistía en buscar el fondo del abismo, porque nunca dejó de hacerlo. En uno de sus textos menos conocidos –Salvo el crepúsculo– mezcla ambos códigos y, como acostumbra, sale triunfante, sin aparentar esfuerzo alguno. Advertencia rápida para osados: no es un libro fácil. Cortázar no ha sido nunca un escritor de mayorías: es amable con sus lectores pero los obliga a ascender una montaña por un itinerario que nunca es la línea recta. Las digresiones le sirven para demostrar su extraordinario domino del lenguaje –del acervo, como le llaman en el Río de la Plata– y ensayar el pulso sin límites con el que escribió hasta que una leucemia provocada por una transfusión equivocada nos dejó sin él y sin el frenillo con el que hablaba en el mismo francés de Baudelaire, traductor de su admiradísimo Poe, a quien también interpretó a su manera.
Libros de estío
Los estíos de infancia y espiga, aquellos veranos rurales de nuestros abuelos –quien tuviera abuelos rurales me comprenderá; en las ciudades estas cosas son algo distintas–, solían ser generosos en dos cosas: calor y lecturas. Los libros cumplían una misión terapéutica similar a la de un ventilador encendido durante las tardes de látigo soleado: servían para distraer, aprender y refrescaban un ambiente que a ratos parecía mineral y otras se sentía plomizo, pesado, inmisericorde.
‘Bon voyage’
Todo viaje es iniciático. Se busca algo, se huye de algo o de alguien, se pone la proa rumbo a algún sitio, en apariencia geográfico, pero que en realidad termina siendo un destino sentimental. La odisea de viajar consiste en esto: ir adonde no se sabe cómo son las cosas con la esperanza fútil de que sean mejores que el sitio justo donde pisamos. Este proceso, que transforma nuestra identidad, enriqueciéndola, es exclusivo de los verdaderos viajes y ajeno a sus simulacros: excursiones, expediciones a la carta y el resto de variantes del turismo industrial, donde se viaja en horda o en comandita.
Pliego de descargo
Los periodistas gastamos tanto tiempo contando lo que le ocurre a la gente, a otra gente, incluidos los políticos y otros seres sin importancia, que rara vez tenemos tiempo para contar lo que nos pasa a nosotros. La frase parece exacta. Se podría decir, se dice, de hecho, que contar nuestra vida no es, en realidad, nuestro oficio, que nuestra función social es ser objetivos –la utopía de los que se fingen neutrales, sin serlo–, unos meros notarios de la realidad pedestre. Esto viene a ser algo así como confundir la burocracia con la literatura y la cobardía con el sentido común. Aunque una cosa sí es aproximada: nuestro pecado de origen es degenerar, en ocasiones, hacia mundos excesivamente líricos, personales.
