La universidad se ha convertido en un escaparate cultural. Sobre todo, en otoño. Ya no le bastan los meses del estío, en los que se concentraban casi todos los ciclos, conferencias, simposios, charlas y demás artefactos retóricos con los que la academia pretendía enseñarnos que nunca es tarde si las tasas de las matrículas son suficientemente buenas. Los cursos, los seminarios de verano, antes solían ser lo que sus organizadores llamaban foros de encuentro entre profesores, especialistas, eminencias culturales y alumnos.
Disidencias
Apropiaciones lingüísticas
Una dictadura es, sobre todo, un dictador. Lo escribió Eduardo Haro Tecglen, maestro del columnismo literario, en una vieja colección de libros que durante la Santa Transición estuvo de moda y cuyo objeto era enseñar a los españolitos del tardofranquismo algunos de los conceptos básicos de la incipiente democracia, que por entonces no sólo empezaba en las Españas, sino que era rara avis en estos pagos meridionales. Me acuerdo de la frase de Haro Tecglen, utilizada para expresar de forma muy concreta el terrible fenómeno de los gobiernos despóticos, siempre vinculados a la figura del censor o el caudillo, por evocación, al hilo de los últimos análisis sobre política hispanoamericana –materia de la que cada día se sabe menos en España– que he leído en los periódicos patrióticos.
Fascismus
El fascismo, ese pastel amargo en el que la ignorancia y la prepotencia se mezclan, acostumbra a usar vestimentas, chaquetas y chalequines de ferviente progresismo. Se diría que, lejos de formulaciones dulces, ha decidido unirse a su presunto enemigo –la democracia– hasta consumar un paradójico romance en el que el despechado siempre termina siendo el sistema de libertades (vigiladas). La reflexión viene a cuento de la última diatriba con la que nos deleita el mundo de las letras, aunque las letras sigan estando en realidad bastante lejos de estas tonterías de salón.
Tiempo de sátiras
Tiempos modernos, tiempos de sátira. Los medios, el dinero, la mierda del dinero, el dinero de mierda, los columnistas, los patronos, los tertulianos de las ondas, los sindicatos, el Rey, la Corona y el Vaticano. Todos se merecen –nos merecemos– una sátira, el único género literario que hoy en día, época de derrumbes, puede salvarnos in extremis de la locura cotidiana. La sensación no es nueva. Ya la enunció Max Estella en Luces de Bohemia: “El suicidio colectivo”. Nadie le entendió.
Protocolos literarios
Se murió. Se nos murió. Se le murió a su familia, a la Corona, a los españoles, a la ministra del ramo, que lloraba a moco tendido, a los discípulos de Ortega y a los chicos de la Revista de Occidente, tan nombrada como escasamente leída. Chacel, la abuelita de las letras españolas, se largó de repente: en medio de homenajes emotivos, recuerdos y desagravios que pretendían borrar, aunque fuera tan a destiempo, la ignorancia que la emparedó desde que volvió del exilio, ese horizonte donde el vino es agrio y los recuerdos son duros, punzantes y, sobre todo, irrecuperables.
