Las drogas están ligadas a la literatura desde su origen. Homero y Virgilio escribieron sobre ellas. Otros escritores se rindieron ante su imperio, que es longevo. En los escritos de nuestros clásicos grecolatinos el consumo de sustancias extrañas o mágicas está asociado a las ceremonias de índole religiosa, son remedio para curar las enfermedades o presunto atenuante ante los sufrimientos físicos y mentales. El veneno, a veces, cura matando. En la Edad Media las drogas podían ser santas o materia de brujería: filtros secretos, plantas mágicas, sustancias alucinantes y alucinógenas pueblan un mundo de monasterios, abadías, campos oscuros y hogueras.
Disidencias
En el principio fue el plagio
[De cómo empezó todo esto]
La literatura es un bebedizo extraño. Un licor. En mi caso fue un jarabe de la infancia. La culpa de las lecturas hasta el amanecer, o hasta el anochecer siguiente, la causa de la orgía perpetua de los libros, el pecado mortal de la lectura que cometo todos los días, la tuvo un padre sabio que sin inculcar demasiado –no era su carácter– iba por los pasillos con un libro en la mano. El padre, aquel padre, caminaba por la casa –hipotecada; igual que la vida de casi todos– sin portar bastón alguno, que falta no le hacía, y con el único asidero de un viejo libro de ensayos. Subrayado con hasta cinco colores distintos. Uno encima del otro. Hasta anular el resalte cromático que debía contribuir a dar sentido a las frases preferidas. Antes o después todos necesitamos un sitio donde apoyarnos para sostener el alma, que se derrumba. Mi padre usaba un libro. De filosofía, de poemas o una novela de esas que son como las drogas: las que permiten la evasión sin moverse del sitio, gracias a la recreación de nuestros males. Pura catársis clásica.