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Letra Global

Miniaturas de mil y una fábulas

carlosmarmol · 14 junio, 2020 · Deja un comentario

En la Segunda Parte del Quijote, capítulo primero, el cura, administrador en régimen de monopolio de una creencia de la que no existen pruebas empíricas, tan sólo la mera voluntad de confiar en una suposición, muestra sus reparos ante la ficción, esa verdad que se construye con mentiras: “(…) Mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuestra merced, señor don Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes, imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos”. El caballero andante, hidalgo crepuscular cegado por los simulacros que custodian los libros, lo desmiente con fiereza: “Ése es otro error en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros en el mundo; y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula (…)”. Se trata de una maravillosa paradoja cervantina: dos seres de ficción –el cura y el héroe de la Mancha– discuten sobre la veracidad de su propia condición, apelando a sus respectivas  ideas de verdad en un contexto –las páginas de la primera novela moderna– cuyo principal rasgo es su falta de correspondencia (relativa) con la realidad. Esto es: la ficción se cuestiona a sí misma a través de la invención. Algo extraordinario.

Las Disidencias en #LetraGlobal.

Pastoral de Ciudad Meridiana

carlosmarmol · 6 junio, 2020 · Deja un comentario

Todos, incluso quienes creen lo contrario, somos hijos de algún barrio. En un tiempo en el que los nacionalismos de cualquier signo exacerban –para manipularlos en su propio provecho– los sentimientos de pertenencia a un lugar, a un tiempo o a un espacio sentimental, el hecho primordial de la identidad cultural, que antes que un atributo colectivo es un rasgo individual, continúa siendo el mismo: una colección de dígitos censales, una ubicación domiciliaria. Un punto exacto en un mapa. Unas coordenadas topográficas. Quizás, una calle con un bloque de pisos. También una casa situada delante de una avenida. El nombre de un distrito y sus rotundas connotaciones sociológicas, que unas veces nos conducen hacia la deslumbrante poesía del suburbio y, otras, nos muestran la dudosa grandeurde los tejados a dos aguas. Es mentira que la patria habite en las banderas. Antes es consecuencia de la azarosa lotería del callejero. La tradición de la literatura urbana, que en España comienza con La Celestina, donde por primera vez la vulgaridad se convierte en un rasgo literario sobresaliente, y se evidencian los vínculos secretos que siempre han existido –y siempre existirán– entre los palacios y los bajos fondos, entre las alfombras y el barro de los callejones, sobre todo en las grandes ciudades donde los extremos se tocan, se caracteriza por el realismo y, en su formulación contemporánea, por su querencia por la memoria.

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Soberanía, manual de peligros

carlosmarmol · 31 mayo, 2020 · Deja un comentario

El poder, que es un monstruo con múltiples máscaras y aficionado a los simulacros, se nos aparece, a pesar del paso de los siglos, como una extraña y perdurable variante de la religión. Igual que ella, promete conducirnos a la salvación, pero su génesis remite a un antiguo, y diríamos que infantil, sentimiento de impotencia. Del mismo modo que los hombres, a través de las construcciones culturales, hemos inventado creencias para intentar vencer –al menos metafóricamente– la única certeza de la vida, que es la muerte, la política, reducida a su esqueleto, pudiera no ser más que una fábula jubilosa que asegura ser capaz de lograr lo que nunca ha conseguido. Un sortilegio que históricamente ha tenido una indudable fortuna. No es por tanto extraño que con frecuencia conduzca al desengaño y a la decepción, aunque quien experimenta ambos quebrantos ha cometido antes un error achacable únicamente a sí mismo: haberse dejado engañar.

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Isherwood, ‘le bon pasteur’

carlosmarmol · 23 mayo, 2020 · Deja un comentario

Entre los intelectuales británicos, y especialmente en el caso de los escritores, existe un nutrido linaje que se caracteriza por una maravillosa contradicción: son profundamente ingleses y, al mismo tiempo, aborrecen –para siempre o según temporadas– Inglaterra. La estirpe es generosa en poetas –los románticos Byron, Shelley, Keats, Browning– sin eludir a los prosistas, como ejemplifican los casos de Oscar Wilde o James Joyce, aunque estos dos procedieran de la católica Dublín. Todos, en mayor o menor medida, hicieron suyo (incluso antes de ser enunciado) el consejo de T.S. Eliot, a su manera un expatriado norteamericano en Londres: “La única manera de prolongar una tradición es rompiendo con ella”. El divorcio de las propias raíces vitales o culturales, en el fondo, es una suerte de homenaje a los orígenes, sólo que por una vía indirecta. Christopher Isherwood (1904-1986) pertenece a esta especie por partida doble. Primero, porque era inequívocamente inglés –procedía de Cheshire, al Noreste de Gran Bretaña, de donde también era el gato sonriente de Lewis Carroll, que aparece y desaparece a voluntad en las dos fábulas de Alicia– y, segundo, porque terminó nacionalizándose estadounidense, después de pasar sus mejores años en California, a sueldo de la industria de Hollywood, que le permitió vivir de escribir, cosa que no consiguió durante todos los años en los que trabajó para el sector editorial.

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Javier Salvago, poesía reincidente

carlosmarmol · 16 mayo, 2020 · Deja un comentario

“Los escritores humoristas tienen, sobre los exclusivamente serios y los totalmente alegres, una superioridad de miras incontestable (…) El culteranismo es muy fácil; lo difícil es escribir con naturalidad”. La afirmación, sin lugar a dudas brillante, pertenece a un escritor sin excesiva fortuna crítica –el asturiano Ramón de Campoamor– que en 1883 publica la primera versión de su Poética como prefacio de Los pequeños poemas (English y Gras Editores). En ella, asombrosamente, enuncia el camino que desde entonces, con oscilaciones y algún paréntesis sostenido, ha transitado la poesía española contemporánea. Parece increíble y, sin embargo, es cierto: tuvo que ser un poeta decimonónico y crepuscular, al que algunos han llegado a calificar como pésimo versificador, quien adelantara por su izquierda al infame galeón de exquisitos poetastros que –benditos ingenuos– creían que la verdadera esencia de la poesía está en la retórica, las formas dislocadas, la gestualidad excesiva y la ansiedad gritada. Frente a ellos, en solitario, Campoamor proclama la vigencia de un lenguaje poético próximo a la prosa –salvo por el requisito ineludible del ritmo– y en el que la inteligencia y la intuición son más útiles que la métrica y hablan a través de la ironía, ese don tan escaso que consiste en reírse de uno mismo al tiempo que se canta.

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Ilustraciones: Daniel Rosell