El tiempo no es más que un concepto mental, una convención intelectual, un mero acuerdo. Durante siglos el hombre ha intentado atraparlo con relojes, cuentas, clepsidras, esferas de arena, cronómetros, los rayos de la luz del sol o el imperceptible movimiento de las partículas de los átomos, la música silenciosa del universo que sólo entienden ciertos físicos despeinados. En el fondo, nunca hemos sido capaces de comprender exactamente su misteriosa presencia. El motivo es óptico: acostumbramos a enjuiciarlo como algo externo cuando en realidad lo que creemos ser capaces de medir con rigor no es sino el difuso tamaño de un fantasma. El tiempo no existe. Nosotros somos el único tiempo que discurre.
Cultura
‘Imago Mundi’
Los sofistas fueron los primeros embaucadores de la historia del pensamiento. En la Grecia clásica se les reverenciaba como filósofos o se los vituperaba por ser charlatanes a sueldo. No dejaban indiferente. Después los sustituyeron los cosmógrafos: hacedores de los mapas que durante la Edad Oscura intentaron reproducir al detalle el orbe conocido, fijando extendidas categorías universales. Referenciaban lo que conocían de primera mano e inventaban todo aquello que ignoraban. Sus licencias figurativas terminaron con el tiempo convirtiéndose en la realidad misma, que ya sabemos que no es exactamente todo aquello que es cierto, sino sólo lo que tiene la apariencia de serlo. Los hombres del Medievo, aplastados por la teocracia, consideraron dignas de estima todas sus elucubraciones geográficas. Cosa nada extraña en una sociedad que tenía a los libros de caballería, contra los que Cervantes escribió su Quijote, por historias plenamente sinceras. Válidas.
Menosprecio de aldea, alabanza de corte
Los antiguos amaban el campo e idealizaban la vida campestre. No tenían más remedio: era su entorno cotidiano. Desde el Beatus ille de Horacio a las Geórgicas de Virgilio, buena parte de la literatura clásica enaltece con vehemencia la función de la aldea como paraíso, nación y destino. La lírica acostumbra a dar prestigio a los conceptos –si es buena, por supuesto– pero no siempre tiene la razón. La desvertebración territorial y la mentalidad rústica continúan siendo los dos grandes males que aquejan a la patria incluso ahora que, a la vista de la agenda pública, seguimos dándole vueltas a la noria de lo que somos, cosa que nunca termina de quedar clara.
[Leer más…] acerca de Menosprecio de aldea, alabanza de corte
Noción de patria
El maestro Baroja, el pavoroso hombre malo de Itzea, aquel ogro tan poco filantrópico que gastaba boina negra, acuñó una frase que todavía hoy algunos no parecen ser capaces de comprender. Viene a decir que la inteligencia no tiene domicilio territorial. Un periódico carlista –El Pensamiento Navarro– le había solicitado una colaboración para sus páginas literarias y el novelista vasco declinó la invitación con sorna:
“No puedo. Su periódico es un oxímoron. O es pensamiento o es navarro. Ambas cosas a la vez es imposible”.
Tenemos que darle la razón: vincular las ideas con la patria, que no es un destino, sino una contingencia, es la impostura más ridícula del mundo. La cultura siempre ha sido un hecho individual por mucho que determinados antropólogos nos la presenten cocinada, con reducción al vino tinto, dentro de un inevitable menú colectivo.
La Sevilla de Ocaña
Stevenson lo dejó escrito de forma muy hermosa. “No pido riquezas, ni esperanzas, ni amor, ni un amigo que me comprenda; todo lo que pido es el cielo sobre mí y un camino para mis pies”. No se me ocurre mejor definición de la libertad, el viento caprichoso que mueve toda nuestra existencia. La libertad tiene un alto precio: la incomprensión. Y un coste terrible: la soledad. De ambas debió aprender bastante Ocaña, el heterodoxo pintor de Cantillana, uno de esos sevillanos extraños que el azar insiste en poner en el sitio equivocado en el momento más inoportuno. ¿O acaso no sea su historia exactamente así?