Cicerón, maestro de la oratoria latina, decía que la verdad se corrompe de dos formas: con la mentira y con el silencio. En el rosario de miserias que emergen estos días de la instrucción judicial del escándalo de los ERES en Andalucía, cuyo epicentro está en Sevilla, nunca el silencio y las mentiras han retumbado tanto en nuestros oídos. A la larga lista de intuiciones –presuntas– que hasta ahora nos habían deparado las diferentes piezas del caso se suma ahora la certeza de que todos estos hechos, lejos de ser meras anécdotas, conforman toda una categoría cuyo rango moral es igual a cero. Lo grave del escándalo de los ERES no es sólo el clientelismo, el tráfico de influencias, los excesos cometidos por sus principales protagonistas o el desprecio a la ley y al sentido común que demuestran muchos de los que la juez Alaya está enviando –con indicios verosímiles– a la cárcel. Lo trascendente es cómo, con todos estos ingredientes en el guiso del desconcierto, la ceremonia de la inmoralidad ha llegado a convertirse en un mecanismo casi perfecto, un sistema –depurado, incluso– que se nutre de la desgracia ajena para generar un inmenso negocio.
Economía
Elogio a la discrepancia
El español –decía Julio Camba, el maestro del periodismo gallego– es poco amigo de pensar, pero cuando piensa entonces no existe más opinión que la suya. Me acordaba de la frase el otro día cuando las gacetillas locales –los periódicos, al parecer, han muerto definitivamente– glosaban las primeras conversaciones que los grupos políticos del Ayuntamiento han iniciado en busca de un unicornio azul denominado Pacto por Sevilla: un acuerdo institucional para atenuar los males (casi bíblicos) que castigan a esta ciudad de pecados múltiples. La idea, según leo, parte de Juan Espadas, el portavoz socialista en la Plaza Nueva, que intenta marcarle el paso al alcalde –Zoido (Juan Ignacio)– con una oferta política propia, aunque sea sospechosamente similar a la que en el ámbito autonómico cada cierto tiempo plantea cuando se queda sin margen real de acción el político de turno. Griñán, en este caso. Todos aplican el mismo protocolo escolar: insistir en que es necesario firmar un acuerdo que dé la impresión a los ciudadanos de que los políticos piensan en sus problemas. Cándida ingenuidad.
El final de la burbuja
Francisco de Quevedo, poeta de todos los géneros posibles, arbitrario señor de la Torre de Juan Abad, escribió hace siglos una frase célebre:
“La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió”.
Es cierto. La ley de la gravedad jamás descansa. En Sevilla estamos viendo cómo esta norma científica se cumple sin el más mínimo respeto a la caridad (cristiana, por supuesto) que –dicen– es necesario ejercer para caminar por la vida. Sabido es que en política no abundan la moral ni los principios, sino la conveniencia y el interés. Esperar clemencia de los astros resulta ser una tarea estéril. Los mismos que un día te encumbraron antes o después te harán caer. Acaso sea esto lo que le está sucediendo, probablemente demasiado pronto, a Zoido (Juan Ignacio), que casi veinte meses después de llegar a la Alcaldía acusa una sostenida pérdida de apoyo ciudadano que, salvo que cambie la tendencia durante los próximos meses, puede llegar a desalojarle del poder local y también del cargo de presidente regional de su partido. Cosas más raras se han visto por estos pagos. En ello, de hecho, están ya ocupados algunos, no precisamente anónimos, lo cual es una malísima señal: cuando tus notables no te quieren, la cosa suele acabar o en asesinato o en conspiración. O en ambas cosas.
Embajada a Tamorlán
Probablemente todo se deba a una variante del subgénero apócrifo de los parecidos razonables. Ya saben: esos vínculos mentales que con mayor o menor rigor todos establecemos para poder entendernos y entretenernos. Nuestra forma de pensar consiste en relacionar unas cosas con otras. A veces, de forma creativa. En otras ocasiones, sin demasiada fortuna. Las metáforas no son más que eso: una ligazón acertada de significados parecidos o dispares. Maravillas del lenguaje.