Sevilla es una ciudad anómala: hacemos obras innecesarias sólo para presumir de nuestro ego y tardamos lustros, cuando no décadas, en arreglar las cosas realmente importantes. Un claro síntoma de locura o de ineficacia, según se mire. Un ejemplo es el nuevo acuario que se va a inaugurar definitivamente el próximo año. El proyecto original data de hace trece anualidades y todavía no está terminado por completo. Que una ciudad tarde casi década y media en sacar adelante un equipamiento de esta índole –privado y recreativo– permite hacerse una idea de la capacidad de la sociedad sevillana para llevar a buen puerto iniciativas turísticas. Una tortuga hubiera llegado antes al destino.
Economía
La doble moral
Estar parado, además de ser una desgracia, se ha convertido en un estigma. Que a uno lo despidan carga toda la responsabilidad de la situación en la víctima, en lugar de hacerlo sobre el verdugo. Perdónenme la crudeza, pero una resolución de contrato –como llaman los abogados de empresa a un despido– viene a ser como un funeral: hay un muerto (tú), un verdugo que, como en las películas de Berlanga, dice que lo siente mucho pero es su oficio, y un largo duelo que abarca a los familiares y a los amigos (que a partir de entonces te queden).
Bajada de impuestos, incertidumbre electoral
La desesperación hace milagros. Zoido (Juan Ignacio) ha decidido que su tercer año de mandato (ya no podemos decir triunfal, aunque así empezase) va a baja los impuestos a los sevillanos. Aleluya, dirá alguno. Conviene tener prudencia: la rebaja fiscal anunciada esta semana por el alcalde hispalense puede ser más relativa de lo que se augura en función de lo que haga el Estado central con el resto de sus figuras tributarias. A la espera de ver en qué queda la cosa, los datos oficiales indican que el descenso general en este tributo local será el próximo año de un 13%, lo que se traduce en un ahorro teórico de 52 euros al año en la factura del IBI. El impacto que esta decisión tendrá en las arcas municipales asciende a 33 millones de euros.
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El dragado, game over
Balón al suelo. El Gobierno central, que no es precisamente un repentino converso al ecologismo ni un furibundo amante de la sostenibilidad –véase la reforma de la ley de Costas–, enfrió el viernes el inusitado entusiasmo del lobby sevillano que defiende que Sevilla debe convertirse en Algeciras para contar con algún modelo económico industrial. Cañete, cuyo apellido se presta a un sinfín de pareados que vamos a obviar, explotó el globo que lleva inflando meses, si no años, el extraño consorcio de intereses que forman sindicatos, empresarios, el Puerto de Sevilla y el alcalde Zoido (Juan Ignacio), incluidos sus comisionistas en un Plan Estratégico que todavía nadie conoce.
Historias del Tíber
Sevilla es una ciudad frentista. Antagónica. Dual. Llámenlo como quieran. El caso es que nos pasamos el tiempo, y eso que nuestras horas están contadas, discutiendo sobre a quién pertenece la ciudad, el centro, la Giralda y las energías. Nuestra concepción de la vida es patrimonialista, excluyente e imposible. Estos días de primavera vuelve a representarse el ritual de esta habitual lucha indígena –tan sevillana– que consiste en tirarse los trastos a la cabeza. Sucede con motivo de la decisión del Puerto de tramitar el polémico dragado del Guadalquivir este mismo mes.