El calendario es una forma secreta de asesinato. Especialmente cuando se queda sin hojas. El sentido del tiempo, ese devenir que no podemos detener, la sensación de que la vida no es más que un gran salto al vacío que siempre sale mal, se afila las uñas con el correr de las estaciones y los días, establecidos entre los horarios laborales y los festivos. Todo día puede ser un día de trabajo. Cualquier jornada puede ser festiva. Depende de nosotros. No hay muchas cosas que atenúen con eficacia la sucesión de las horas: las drogas, ciertos alcoholes, algunas mujeres y, por supuesto, un ramillete de excelentes libros. En estos tiempos de neoliberalismo y caldos espesos, cuando la ideología se ha reducido a un eslogan, cuando las cosas carecen de importancia, cuando los principios más sagrados han sido borrados por una lluvia sin piedad, la única revolución posible es la personal. El milagro de no sentir el precipicio cronológico; saber eludir el tránsito de los minutos, los días, los meses y los años.
Literatura
El divino fracaso
Se dice de los poetas: personajes sin juicio, con escaso seso y sorbidos por la literatura, como Alonso Quijano. Gente con un inefable sentimiento que los conduce, como si su caminar discurriera por el sendero de un erial, hacia el sufrimiento, la bilis, el desconsuelo, la amargura más negra. Al abandono, destinados están, los hacedores de libros. Los literatos tienen fama de sufridores ilógicos. Ellos mismos se ven como reos, cautivos por las cadenas que Baudelaire fijó –para siempre– en su Spleen de París. Es el hastío, como un túmulo de media tarde en cualquier cementerio de provincias o la muerte, como una nube que pasa.
Gardel, el poeta
La historia, esa maldita dama que transforma las cosas en función de su capricho, nunca del nuestro, resucita estos días la figura del más grande cantante de tangos que han visto los siglos pasados y verán los venideros: Carlos Gardel, el poeta. De su naturaleza lírica no cabe duda. Lo dice el callejero de la calle Suipacha, el Buenos Aires arbolado de las esquinas, el arrabal convertido en pieza de ficción sentimental. Como todos los grandes poetas, Gardel vivía el desconsuelo de estar vivo, ese desengaño que consiste en levantarse todos los días sin motivo para certificar –nada más hacerlo– que más valdría no haber salido de la cama. En unos tiempos en los que los poetas dan por sentado que son verdaderos genios –incluidos los vates de provincias, que son los más pesados de la tribu– resulta no sólo gratificante, sino pertinente volver los ojos sobre el gran mito popular del Buenos Aires idealizado de principios del pasado siglo.
Tango de vuelta
Algunas mujeres son como paraísos turbios. Nunca se saben si son una salvación o una condena. Hay mujeres que uno intuye pero no comprende. Féminas a las que se ama por su capacidad para apaciguar ese sonajero que todos llevamos dentro y todavía llamamos alma. De lo femenino existen tratados y abundante literatura –más o menos galante– que ciertos hombres, enamorados o desengañados, que viene a ser lo mismo, porque ambas cosas son preludios sucesivos, han ido escribiendo a lo largo de la historia. También lo han hecho, por supuesto, las propias mujeres. Pero, al igual que los mejores retratos sobre lo masculino proceden de su anverso, el dibujo de lo femenino adquiere un color diferencial cuando lo firma un escritor en vez de una escritora. Son cosas que ocurren: uno no puede decirlo todo de uno mismo sin faltar, en algún momento, a la verdad.
Barojiana (obituario sostenido)
La muerte de un gran escritor es la excusa perfecta para escribir sobre literatura. Sirve, por ejemplo, para darse golpes en el pecho. Y también permite, en caso de necesidad, revolcarse en la arena de una playa desconocida lanzando carcajadas. Reírse de la muerte, igual que de tantas otras cosas de la vida, es una costumbre saludable. Incluso aunque sea en el último instante. Otros, en semejante trance, prefieren blasfemar. La elección individual la determina el carácter. Supongo que la última aspiración de un escribano difunto debe ser burlarse de su propio deceso. Sobre todo cuando tu obra se ha convertido en el abono del árbol muerto que servirá para que crezca otro. No se puede dejar mejor herencia: prolongar la condena –que también es paraíso– de la escritura en los demás.
