Un antiguo son cubano, en un derroche de machismo caribeño, dice que las mujeres son como las gallinas: cuando su gallo se muere a cualquier pollo se arriman. La sentencia es tan injusta con el sexo femenino como ingeniosa, pero no sólo es aplicable al caso concreto de las viudas –y viudos–, sino a otros muchos tipos de relaciones, no siempre sentimentales o carnales. Entre los críticos y los escritores, sin ir más lejos, casa a la perfección. Estos días anda el gallinero de las letras disperso discutiendo si el tiempo terminará dando más importancia a determinadas obras literarias o prevalecerá el juicio –siempre censor, lo cual no quiere decir que sea malo– de los analistas de los grandes periódicos. Como toda controversia, este intercambio de pareceres tiene bastante de sano –la unanimidad es mucho más preocupante– pero también de estúpido. El tiempo no va a salvar a nadie.
Literatura
Sísifo sin esmoquin
El calendario oficial destina varios días al asunto de los premios literarios. No se habla de otra cosa en la República de las Letras. De nuevo perdiendo el tiempo. Debe ser inevitable o una suerte de obligación absurda, pero el caso es que el foco del universo literario (local, que no es universo alguno) anda ocupado con el laurel y los galardones, en vez de con los libros. Todo es vanidad en el mundo, al fin y al cabo. La epidemia no obedece sólo al premio planetario –cuya dotación es inversamente proporcional a su calidad–, sino a la designación oficial del preboste de turno para la cita del Nobel, premio del que se han escrito demasiadas cosas, por lo general arbitrarias. Que a uno le den el Nobel viene a ser, según la mayoría de los análisis, como entrar en el Parnaso. Uno siempre ha pensado que el paraíso (de las letras) reside lejos de Estocolmo: las páginas de las obras de nuestro canon particular, propio, individual. El espacio del lector.
Polifonía y nostalgia
Las sequías son una maldición, incluidas las literarias. De todas las ausencias que hoy día se sufren la más terrible es la falta de agua, que en términos vitales es equiparable –en el campo del arte– a la incapacidad creativa. Carecer de agua es para echarse a temblar, lo mismo que la falta de entusiasmo frente al folio en blanco, esa tristeza de las alacenas vacías. Los filósofos orientales decían que la vida se complica si uno se la toma con impaciencia endémica y no aprende a estarse quieto. Puede que tengan razón, pero darles gusto nos resulta imposible: somos hijos del descontento y de su hermana gemela, la utopía. En la metafísica moderna –que no es metafísica– la cosa consiste en elegir un bando: o eres o tienes. No hay más. Algunos tienen bastante pero no son nada. Otros carecen de todo y son mucho, casi demasiado. Quienes aprenden a tenerse a sí mismos –cosa que consiste en saber decir no– van teniendo algo.
Genios y geniecillos
Cuenta la filosofía popular, ésa que ha hecho de Cataluña una Europa en pequeño, salvo cuando prevalecen los habituales delirios tribales, que estaba ese prodigio del Ampurdán que fue Josep Pla, autor de la prosa más seductora que se ha escrito en España en mucho tiempo, orinando en un muro cuando uno de sus incondicionales se le acercó, intentó más o menos emularlo –miccionando también en la pared– y, sin respeto a las circunstancias, ni a la edad, ni al talante singular del escritor, le espetó:
El párrafo infinito
Algunos nos estamos quedando sin oficio. Otros ya no lo tienen. Muchos no lo han tenido nunca. Escribir, novelar, hacer periodismo, son actividades que han dejado de cotizarse en la vida real. Sólo se conjugan –como verbos muertos– en los libros. A quienes nos ganamos el pan –magro pero nuestro– con las palabras nos han condenado al exilio. La sentencia es: muerte o exilio permanente. No hay perspectivas. Ni horizonte. La ley de Murphy es exacta: todo va a peor. Escribir sólo sirve para certificar –ante uno y frente a los demás– el fracaso que siempre se había sospechado y que, en realidad, requería toda una vida de paciente espera.
