Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) ha creado su obra narrativa a partir del juego de ingenios que puede establecerse entre las cosas y sus convenciones. Cumplidos de largo los ochenta años, y con casi una veintena de novelas publicadas, sin adentrarnos en su afición teatral ni en sus libros de ensayo, acaba de desmentirse a sí mismo –flirteaba con la idea de dejar de escribir como los adolescentes fabulan con el suicidio– con la publicación de Tres enigmas para la Organización (Seix Barral), un pastiche entre el género noir y la novela de espías que lleva al límite casi todos los rasgos de su narrativa: desacralización, irreverencia, deformación, ironía y un humor fluido que oscila entre lo lúdico y lo terrible y que, paradójicamente, nunca asusta y siempre conmueve. La decisión de continuar –de momento– escribiendo y hacerlo además sin alterar el rumbo de siempre denota que el novelista barcelonés todavía se divierte con lo que hace y no piensa abdicar de su propia trayectoria sin darle una nueva vuelca de tuerca. Mendoza no se sale de sus constantes: Barcelona como marco geográfico (preferido), un sentido de la intrascendencia que muchos confunden con la militancia en la posmodernidad y esa distancia inteligente que ayuda a mirar y a soportar este mundo extraño, tan absurdo, sin dramatismos.
Las Disidencias en Letra Global.