Con George Gordon Byron (1788-1824), conocido sobre todo por su título –“Yes, my lord”, decía Polidori, su médico de cámara, por boca de José Luis Gómez en Remando al viento, la película dirigida por Gonzalo Suárez–, existe un curioso malentendido. Se le tiene por un gran poeta –y en efecto lo fue– y también se le recuerda por su perfil biográfico, donde se condensan, diríamos que de forma perfecta, todos los arquetipos del artista romántico. Un aristócrata bala perdida, seducido por la pasión extrema de la libertad, el ánimo de un espíritu indomable y un final semejante al de los grandes mártires. È ben trovato, ma non è vero. Byron, que era cojo desde su más tierna infancia por culpa de una malformación congénita en su pie derecho, deslumbró a casi todos sus contemporáneos con su seductora impertinencia, una bisexualidad plena –que no invalidó sus encendidos lances con las féminas, incluida su hermana Augusta, como explica Fiona MacCarthy en su excelente biografía Byron. Vida y leyenda (Debate)– y una poesía que, a pesar del tópico con el que se le sitúa en uno de los anaqueles de la biblioteca universal, no es excesivamente revolucionaria desde el punto de vista métrico. A modo de ejemplo, véase su predilección por la octava rima italiana. Su modernidad está en otro sitio.
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