Decíamos ayer, a la manera de Fray Luis, que Sevilla no había tenido suerte con sus alcaldes. Pero quienes no han tenido excesiva fortuna con Sevilla son algunos de sus arquitectos. Especialmente los de la generación milagrosa -nacida en plena posguerra nacional-católica- de los años setenta, que intentaron, unos con más o otros con menos acierto, dotar a la ciudad de una lectura propia de la modernidad. Una tarea quimérica. No existen muchas ciudades con la patología social de la capital de la República Indígena, cuyas élites costumbristas creen que pisan suelo sagrado cada vez que se plantan encima de un adoquín.
La Noria
El ‘selfie’ de la Encarnación
Sevilla no ha tenido suerte con sus alcaldes. Y eso que hemos disfrutado de regidores de todas las especies: desde tristes (fue el caso de Manuel del Valle) a animados barriletes cósmicos, como Zoidus. Y, entre medias, toda una galería de criaturas que incluye a narcisistas (Rojas Marcos y Monteseirín), ilustres marquesas -Becerril y su porte ancestral- e insignes quietistas, como es el caso de Espadas, al que desde que decidió cortar árboles como si no hubiera mañana la oposición le llama Juan Serrucho. En honor a la verdad hay que decir que los más discretos tras dejar el poder (nunca voluntariamente) han sido Del Valle, que desde entonces se dedica a sus negocios; Rojas Marcos, retirado en su Sangri-La de la calle Castelar y Becerril, que hasta abandonó por voluntad propia el famoso apartamento público que tenía alquilado -a un precio prehistórico- en el Patio de Banderas.
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El aura de Sevilla
Toda la literatura del costumbrismo sevillano, ese subgénero localista que confunde la sensibilidad con la sensiblería, y que se presenta como un refinado producto espiritual siendo en el fondo un fenómeno reaccionario, pues su visión sobre la ciudad es consecuencia de una patología camuflada bajo el falso amor, se basa en la singularización artificial de Sevilla. Siempre hemos creído -a contracorriente de ayatolás, monaguillos y demás ralea- que nos iría mejor si en lugar de dar por sentado que somos estupendos nos aceptáramos como simples indígenas meridionales. Donde existe la (auto)crítica cabe la posibilidad de que algún día se produzca un cierto progreso cultural -el material sólo es un espejismo-. Pero donde reina la vanidad estúpida de los pueblos que se creen su propio victimismo lo inevitable es que la realidad se resuma en una estampa.
‘Sevilla Low’
La utopía del urbanismo contemporáneo es convertir las ciudades en espacios habitables. Eso es lo que nos venden por tierra, mar (si lo hay) y aire, pero basta salir a la calle cualquier día del año para darse cuenta de la distancia que separa la realidad (prosaica) del perverso juego de espejismos en el que nuestros próceres han convertido la gestión urbana. Decimos gestión por decir algo: en la política local nadie gestiona nada; todo es un perpetuo anuncio. Llámenlo ustedes, queridos indígenas, propaganda, all is phony. En la vida existen dos clases de personas: las que sueñan e intentan que sus sueños se conviertan en realidad y aquellas que prometen los sueños que saben de antemano que no pueden cumplir. Nuestro ilustre alcalde (y su equipo) pertenecen a esta segunda categoría, que podríamos definir como la de los melancólicos si no fuera porque su negocio (político) es seguir en la Alcaldía gracias a los guiños y las medias sonrisas. Hechos no hemos visto ninguno todavía. As time goes by.
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Variaciones (sobre el taxi) a la manera de Dámaso Alonso
Sevilla es una ciudad con 698.676 habitantes y 1.971 taxis (según las últimas estadísticas). En los últimos diez años, con sus días y sus noches de insomnio, el número de licencias se ha reducido un 10%. Sin motivo, sin razón, en contra del interés general y a favor del lucro particular de un colectivo (patronal) que podríamos calificar perfectamente como minoritario (supone el 0,28% de la población) y en el que se supone que hay de todo, aunque como cada vez son menos (los buenos) la pluralidad sociológica tiende a ser mayormente escasa.