El gran patrimonio cultural de la Sevilla contemporánea no está -sólo- en sus monumentos y en su historia, sino en su soberbia, y casi diríamos que entrañable, galería de heterodoxos que ya no son heterodoxos, sino sencillamente sevillanos raros. Ya saben: esos tipos extraños que habiendo nacido aquí -cosa de la que ninguno tiene responsabilidad- un buen día decidieron que no continuarían alimentando el deplorable arquetipo del sevillano clásico y prefirieron convertirse -contra viento y marea- en ellos mismos. Unos marcianos absolutos rodeados de una constelación de tribus indígenas que todavía creen representar la normalidad.
La Noria
Espadas, la bola extra
Cuando un gobernante -cualquiera que sea su rango- dice que ha tomado una decisión por nuestro bien conviene echarse a temblar o agarrarse la cartera, si hubiera o hubiere. O ambas cosas. Por lo general, estas bondadosas resoluciones políticas o nos cuestan más dinero (de lo normal) o de beatíficas no tienen nada. Ni el nombre. En la súbita guerra del árbol que desde hace semanas mantiene sublevados a muchos vecinos y organizaciones sociales y civiles de Sevilla, opuestas a la tala masiva y sistemática que ha decidido de forma unilateral el gobierno del alcalde más quietista que vieron los siglos pasados y verán los venideros, ocurre básicamente esto. Espadas niega la mayor -una tala indiscriminada- y dice que están actuando por el bien de todos porque en Sevilla las ramas de los árboles matan.
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Sevilla, la pista de aterrizaje
El amor del socialismo indígena por las causas civiles de los sevillanos va por barrios. Unas, preferentemente las que proceden de la Sevilla Eterna o aquellas que son políticamente correctas, les interesan mucho; en cambio otras, como las que impulsan las asociaciones de vecinos combativas, no son muy de su gusto. ¿Cómo averiguar en cuáles de ambos grupos puede uno ser catalogado? Pues básicamente por los hechos, no por las palabras. En esto, como en todo en esta ciudad, la cosa depende de quién seas, cómo te acompañes y, sobre todo, de si tus reivindicaciones son críticas o amables con el poder. Si los promotores del asunto son bizcochables -léase el término a la manera sevillana- recibirán subvenciones, palmaditas en la espalda, sonrisas y puede que hasta una foto oficial. Pero nuestros munícipes, con el alcalde quietista a la cabeza, se cuidarán mucho de manifestar tanta cordialidad con quienes no sólo no asienten, sino que además salen a la calle para pedir cosas de sentido común.
Variaciones (sevillanas) sobre un relato de Cortázar
Nos gustaba el barrio porque, además de antiguo, tenía un aire gastado, igual que esas cosas que se quieren en exceso porque se han usado demasiado. Cobijaba los recuerdos de quienes nos precedieron, el padre de mi padre, la madre de su madre, los pasos inciertos de los progenitores compartidos, idos ya para siempre, lo mismo que cualquier día también nos marcharíamos nosotros. Ella y yo nos acostumbramos a vivir allí, aunque sin participar en los rituales indígenas. Ya saben: sacar a los santos a redoble de tambor y corneta, beber cerveza como si no hubiera mañana, orinar en los portales ajenos, dar gritos sin razón y presumir de un ingenio tan ridículo como ficticio. Obviando estas prácticas sociales, parecía ser una ciudad agradable para retirarse, aunque no hubiera un árbol sano en sus calles, quemadas por un sol prehistórico. Al principio no nos pareció un lugar muy caro. En aquel entonces, además, todavía era un sitio periférico. Quedaba a trasmano de todo, aunque sus habitantes creyeran pisar el centro del orbe y, con una insistencia patética, la comparasen con Roma.
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La ciudad registradora
Va siendo hora de que alguien lo diga: en Sevilla no tenemos alcalde. Lo sé: piensan que me equivoco. Miran la web del Ayuntamiento y allí, retratado y sonriente, sale Juan Espadas, nuestro querido quietista, con el título de regidor pacífico; oficialmente es socialista pero tiene querencia por la derecha sociológica. Se debe a la serenidad de la poltrona: enseguida asumes aquello que criticabas -como hacen todos los grandes conservadores- y te convences de que lo mejor que puede hacer uno para no tener problemas es no ir ni al baño. Ya lo dice el sabio refrán: camarón que se mueve, se lo lleva la corriente. Es cierto: los signos exteriores indican que nuestro admirado mosén es el alcalde de la Muy Leal y Muy Noble. Lo sabemos perfectamente. Pero no es cierto: nuestro primer edil es una estatua.