Los mecenas son tipos afortunados. Con su dinero pueden comprar voluntades, plumas, intelectos y servicios refinados de propaganda. Así ha sido a lo largo de la historia. Primero compró intelectuales y artistas la nobleza: para ella trabajaron, rindieron pleitesía y se rebelaron los artistas. Después lo hicieron los hombres de negocios más o menos acomodados. Ahora lo hacen –con nuestro dinero, faltaría más– los políticos, que son una nueva casta extractiva: una clase preñada de privilegios que vive de los fondos públicos y tiene intereses, casi se diría que también obstinación, en que sus acciones cuenten con las correspondientes justificaciones ante terceros. No en vano, todos vivimos –dicen– en una democracia. Justamente por eso los políticos compran voluntades intelectuales, que dejan de serlo en cuanto acontece la correspondiente transacción.
Literatura
Libros fónicos
A veces, uno no termina de encontrarle sentido a los libros leídos por obligación. Sobre todo si han transcurrido varios años. Ya pueden suponer a cuáles me refiero: esas novelas en cuya portada, antes que cualquier otro elemento, aparece la efigie del egregio escritor con cara pensativa; quizás, con la mano sosteniéndose el rostro, con un anómalo perfil de estatua. Por lo general se trata de la misma imagen que usan para las solapas y para las conferencias. En algunos casos concretos, la literatura, por aquello de ahorrarle esfuerzo al lector, se está reduciendo a una conferencia en diferido.
La terrible vigencia
“Entre la ideología y mi madre, me quedo con mi madre”. Esta sentencia, alejada del dogmatismo sonriente que se practica en estos tiempos, y que se expande incluso con mayor intensidad que en la época de las bufandas y las muchachas en flor marxistas, fue la que pronunció Camus el día en el que la izquierda oficial –la que presume de ser dogmáticamente de izquierdas– le recriminó su condición de convencido desertor de la causa soviética, que en los tiempos estelares del escritor francés todavía era paraíso y obligación para pertenecer a la secta de los elegidos.Cuentan que la frase no la dijo en realidad por una postura personal. Sencillamente fue un instrumento para expresar a través de un argumento íntimo una convicción pública: la ideología nunca es una madre.
Los almanaques amarillos
El tiempo, como dejó dicho en algún sitio Agustín de Hipona, es siempre algo más. Algo más que tiempo, quiero decir. Las horas, al menos así se me figura desde siempre, son un concepto disfrazado: una idea bajo la que cada uno cobijamos los asuntos que no sabemos bien cómo denominar, esa suerte de fogozanos repentinos. Así, cuando hablamos de los años tenemos la sensación de hablar de algo que se ha ido. De algo que no siempre ha sido bueno.
Anarquismos
Un escritor que se precie de serlo tiene alma de ácrata. O, al menos, debería tenerla. Por salud mental, mayormente. Por supervivencia, me atrevo a afirmar. Incluso por afinidad. Pocos consuelos quedan hoy para poder soportar la rutina de la vida moderna, donde todo es consumo, invento fugaz y café americano, que cierta actitud de acracia estética, anarquismo pseudoliterario, esa sana costumbre de mirar las cosas con cierta distancia y saber aplicar el grado exacto de desapasionamiento que necesitan las cosas.
