Existen, con variantes, dos estilos de periodistas. Dos, digamos, estirpes. Una: la de aquellos que hablan de sí mismos y, por extensión, de sus amigos, que es otra forma redundante de hablar de uno. Gente que parece estar en el oficio de paso, aunque logren perdurar en el tiempo, con las miras siempre puestas en algún otro sitio, además de en su ombligo. A principios del pasado siglo, éstos eran los periodistas que ambicionaban dar el salto, vivir ese tránsito que consistía en ir desde el periódico a la política, entendida ésta como el ejercicio de un cargo. Igual que antaño se soñaba con ser gobernador civil, ahora hay quien aspira a ser dircom (director de comunicación) o pontificador de cuadrilla. Cuestión de sofisticación. Nombres diferentes para la misma conducta: ir por la vida haciendo lobby, soltanto la vieja frase aquella de «usted es que no sabe con quién está hablando» y mostrándose en los múltiples escenarios del lugar.
Periodismo
Noticia de un arte que se muere
A veces aparece uno de esos libros milagrosos que hacen pensar que quizás no todo esté perdido por completo. Que aún es posible la salvación de este arte menor que cada día que pasa parece más muerto y que los periodistas estamos enterrando después de ser, al mismo tiempo, sus víctimas y sus verdugos. Los dolientes y el muerto del ataúd. El periodismo, ya lo hemos escrito muchas veces, es una de las formas más prosaicas de literatura cotidiana que existen. Igual que cualquier otra artesanía, hasta ahora se ha transmitido entre generaciones cuya formación era una mezcla de vocación y convicción, atributos ambos en franco retroceso. La primera, dadas las cosas, pronto será una utopía. La segunda sencillamente se ha esfumado: el miedo pesa más que los principios. Es así. Es la vida.
La muerte de los articulistas
¿Dónde están? ¿Se acuerda alguien de ellos? Ni Dios, que debería saberlo todo y, como Funes, el memorioso, el protagonista del inquietante relato de Borges, recordar cada instante. A ellos no los recuerda nadie. Pasaron a la historia, que es el olvido, sepultados por un mar de tinta. Alguien dijo hace cierto tiempo que en los periódicos es donde se está escribiendo la mejor prosa de nuestro tiempo. Se trata de una absoluta falacia. Una opinión interesada. Un ejercicio de vanidad y auto-alabanza. Puede que en el pasado, cada vez más lejano, fuera así: los gacetilleros hacían una valiosa literatura doméstica en los noticieros, pero la falta de perspectiva de ciertos editores hizo que la costumbre pasase a mejor vida. Desde entonces en los periódicos se escribe poco de la vida y en exceso de asuntos oficiales, esa cosa que hemos convenido en llamar actualidad. Con frecuencia, su interés es relativo por no decir nulo.
Final de trayecto #2
Los adioses están sobrevalorados. Tienen demasiada buena prensa. Despedirse es un acto de vanidad más que una señal de buena educación, porque quien lo hace da por supuesto que al mundo -los demás- le interesa saber, y puede que incluso lamenten, nuestro tránsito o cambio de estado. Siempre he pensado lo contrario: al mundo le importa un higo lo que nos pase, si salimos o entramos, si escribimos con libertad o bajo el yugo de los señoritos de la marisma meridional. La vida gira todos los días. Todos. Con o sin nosotros. Unas veces estamos arriba, oteando el panorama desde las alturas; otras descendemos a la planta baja, donde debemos arrastrar los pies como almas en vela. La existencia es así: rotunda e ingrata. El tranvía de los sueños de juventud se detiene siempre en la misma esquina secundaria y, cuando te bajas, descubres que envejecer consiste en seguir el trayecto a pie, en dirección hacia un horizonte que no termina de llegar nunca.
La Noria del sábado en El Mundo.
Elogio del periodismo local
El periodismo es un arte fragmentario, hecho de retazos, aproximaciones y desengaños. Quizás por eso a algunos locos, que le hemos dedicado los mejores años de nuestra vida, nos gusta tanto. Las cosas imperfectas son reales; las ideales resultan falsamente perfectas. Como la literatura de los diarios no es más que una variante menor de la poesía vulgar -entendida a la manera de los clásicos-, los periodistas, sobre todo los locales, no tenemos museo ni techo que nos ampare. Nuestros éxitos -contados- se esfuman en cuestión de horas. Nuestros fracasos nos persiguen toda la vida.
La Noria del sábado en El Mundo.